Columnistas

EL PAÍS QUE SOÑAMOS

30 de octubre de 2016

El pronunciamiento del Claustro de Profesores de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia del catorce de octubre llama a la reflexión, máxime si proviene de la misma casa de estudios donde nos formamos y, otrora, profesamos la docencia universitaria.

Por supuesto, que un grupo de distinguidos juristas se manifieste sobre el proceso de paz es algo normal en una sociedad que busca la convivencia civilizada. Sin embargo, en dicha pieza hay varios asuntos que merecen atención: En efecto, allí se invitó al presidente para que, en los cortos y limitados espacios que abrió a algunos voceros del “no” (¡no a todos!), no se les permitiera a éstos desvirtuar “la estructura fundamental de los acuerdos” y, de paso, para que él no posibilitara “dilaciones en el ejercicio de este proceso”.

De esta forma, como buenos sofistas, estos estudiosos después de invocar el ejercicio de la democracia y el diálogo, a renglón seguido, lo desconocieron; procedieron, pues, como los cultores de ideas tiranas que, cuando la mayoría derrota sus propuestas, tapan el sol con las manos y lo envuelven todo en un mar de discursos (el repetido ejemplo de Venezuela con la oposición, se repite cada día).

Como es obvio, con ese proceder olvidaron los resultados del “plebiscito”, como si la mayoría de votantes no hubiera negado su apoyo al Acuerdo por no estar conformes, precisamente, con su “estructura fundamental”. Tal vez por eso, ese escrito solo les dio el estatus de “partes” a quienes votaron y no a los veintidós millones de personas abstencionistas (tampoco a los demás), porque para ellos no existen.

Así mismo, es evidente que con su forjada aureola de demócratas los académicos le dieron un respaldo incondicional al llamado Acuerdo Final y a sus mecanismos, entre ellos la justicia transicional. A esta última la aplaudieron porque, dijeron, representa “una gran oportunidad” para que “el país finalmente reconozca y redignifique a las víctimas” como eje “de esta específica forma de hacer justicia”, máxime si se entiende que “no puede haber lugar a resucitar viejas formas retributivas... casi siempre emparentadas con la venganza”. ¡Esto último, claro, solo cuando se trata de las Farc!

Por supuesto, no le dijeron al país que esa banda criminal minoritaria (que también trafica con drogas ilícitas) ha cometido miles de delitos de lesa humanidad y su accionar –por más que le duela al abogado Santiago– jamás podrá ser catalogado como una delincuencia política; esos crímenes también tienen que ser castigados así sea, como tributo a la transición, con un mínimo de “pena retributiva” y, además, debe haber verdad, no repetición y reparación.

Tampoco se entiende la razón por la cual tan selecto grupo de juristas (algunos constitucionalistas) no dice nada sobre el esperpéntico acto legislativo 1-2016 expedido por legisladores que, al bordear la ley penal y desconocer la Constitución (¡tan defendida en el comunicado!), le concedieron facultades dictatoriales al presidente; ni, por supuesto, sobre la abierta sustitución de aquella mediante la introducción en el texto de todo lo pactado y su conversión en Acuerdo Especial a la luz de los Convenios de Ginebra. Para ellos, que educan a nuestros jóvenes, parece normal que una veintena de personas sesione en La Habana como verdadera asamblea constituyente y, en ejercicio de la “democracia”, disponga el futuro de una nación.

En fin, puede ser que esos acuerdos sean “el primer paso” para construir el país “soñado” por los catedráticos, pero no el anhelado por los colombianos. Las mayorías ciudadanas, lejos de tantas manipulaciones, entienden que se impone un verdadero ejercicio de la democracia en cuya virtud la sociedad civil pueda sentarse, de una vez por todas, a conversar –sin azarosos bozales– con todos los violentos en una mesa de diálogo amplia. No se necesitan, pues, más ideólogos del burdo negocio de la paz y, en esta hora, se impone propulsar una verdadera concordia.

¡Basta de tantas proclamas retóricas!.