El poder blandengue para qué
Hace cuatro años ganó un mandatario llamado a pasar a la historia como un lujo. Sin embargo, y por una combinación de factores que explicarán mejor historiadores y politólogos, decepcionó al empecinarse en la instancia cómoda del ejercicio blandengue del poder.
No por elemental deja de tener relevancia, un día después de elecciones, la sensación de vacío que ha venido acentuándose por el desgaste de la palabra y el concepto de autoridad. ¿Pasaron de moda? ¿Son innecesarios? ¿Será inútil reclamarle al gobierno próximo, sean cuales fueren su lema, sus prioridades estratégicas, su sello distintivo y su talante, que empiece a mandar el 7 de agosto con una decisión radical, inflexible y, claro, razonable y providente, de lanzar a la quinta porra cualquier parecido con lo blandengue y lo pusilánime?
Uno como ciudadano puede y debe discordar de actuaciones o expresiones, incluso de trinos y decretos del gobernante de turno. Todas las apariciones y salidas de quien haya sido elegido en forma legítima para realizar desde Bogotá los fines del Estado están para discutirse, aprobarse o impugnarse, lo que sea. Pero con todo y el derecho de cada ciudadano a expresar su individualidad crítica, y en teoría nadie puede enajenárselo, hay una palabra que invalida la totalidad de las virtuales cualidades, ventajas, realizaciones provechosas y benéficas. Esa palabra es el adjetivo blandengue. El diccionario de la RAE lo acepta como blando, con blandura poco grata, de excesiva debilidad de fuerzas o de ánimo, etc.
Un gobierno, como el que termina su cuatrienio, puede haber sido acertado en muchos asuntos. Que el manejo de la pandemia, que el espíritu y la actitud conciliadores, que la paciencia para aguantar la jauría feroz de una oposición encarnizada y sectaria, que las arremetidas de los violentos, que la pulcritud y la entereza para rechazar la tentación de repartir damajuanas de mermelada en el Congreso, que el criterio nacional y la preocupación por las regiones a pesar del acento rolo, etcétera, etcétera.
En fin, hace cuatro años ganó un mandatario llamado a pasar a la historia como un lujo. Así lo catalogamos millones de ciudadanos que votamos convencidos. Sin embargo, y por una combinación o un enredo de factores que explicarán mejor historiadores y politólogos, decepcionó al empecinarse en la instancia cómoda del ejercicio blandengue del poder. Y lo blandengue, esa debilidad excesiva, eclipsa, diluye, difumina el valor de la autoridad y su eficacia para hacer del poder un instrumento insustituible en la dirección de un país con libertad, seguridad y orden.
Esa blandura poco grata, que se confunde con la pusilanimidad, convierte un gran proyecto de nación en frustración histórica, en la calamidad pública de lo que pudo haber sido y no fue. Si el filósofo del Colegio del Rosario Darío Echandía preguntaba para qué el poder, hay que contestar que para incontables propósitos, ojalá para convertir en realidad inmensos y hermosos propósitos, pero nunca para volverlo chicuca y eliminarlo como creación inútil por causa de la debilidad, la blandura como exceso de elasticidad, suavidad, flexibilidad, ductilidad y muchos sinónimos más que acaban con el poder y extinguen la autoridad. ¿El poder blandengue para qué?