EL POETA DESNUDO
Al poeta Jaime Jaramillo Escobar lo conocí desnudo. Quiero decir, sin ropa. Ni en el cuerpo, ni en el alma. El poeta Rogelio Echavarría estaba en Medellín y quería saludarlo. Yo me ofrecí a acompañarlo. Jaime vivía en el segundo piso de un edificio de apartamentos de Belén. El timbre no funcionaba, de modo que lo llamamos a gritos. Él abrió las puertas del balcón. Salió sin ropa. Apenas reconoció a Rogelio, bajó a abrir la puerta del edificio, desnudo, como estaba.
Rogelio y él se abrazaron. Se habían conocido en el periódico El Tiempo, en Bogotá, en la década de 1960, cuando el suplemento literario Lecturas Dominicales era el mejor de la prensa colombiana. Rogelio era el editor cultural de El Tiempo. Jaime era uno de sus colaboradores.
Subimos al segundo piso. El apartamento estaba tan desnudo como él. No había una silla, ni una mesa. Solo una alfombra sobre el piso. Parecía una casa japonesa, pero sin, siquiera, la mesa del té. Las paredes también estaban desnudas: ningún adorno, ningún cuadro. Solo unas cuantas materas con plantas pequeñas.
Jaime nos invitó a sentarnos sobre la alfombra y no hizo ningún gesto para traer alguna silla, por lo menos para Rogelio, que ya tenía más de setenta años. No era, pues, que hubiera salido del baño, afanado, a abrir la puerta. El poeta vivía así. Su cuerpo se había acostumbrado a la misma desnudez de su poesía. Entonces recordé la frase que le dijo a Gonzalo Arango en Cromos, hace muchos años, en el reportaje “X 504: un poeta con placas de carro”: “El secreto de mi estilo no tiene ningún secreto, pero está en que escribo desnudo; un hombre desnudo es sincero y vulnerable. En cambio, el poeta que escribe vestido deja de ser puro, se vuelve un literato”.
La visita fue corta. Jaime nos sirvió café en una vajilla impecable de porcelana. Antes de despedirnos, Jaime nos llevó hasta su estudio. Allí, la desnudez era igual. Los libros eran muy pocos. Solo había lápices y unas cuantas hojas de papel. Era la única habitación con cuadro: el de un poeta, amigo de Jaime, que había muerto hacía varios años.
Años más tarde volvimos a vernos. Jaime estaba de saco y corbata, con un traje impecable, listo para la sesión de su Taller de Poesía en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Parecía más un inspector de Policía que un poeta. En el taller se juntaban cada semana aprendices de todas las clases y todas las edades. No había más método que la ausencia de método. Jaime sostenía que nadie podía aprender a ser poeta, y mucho menos en un taller. En los talleres uno puede aprender mecánica, me decía, pero jamás puede aprender a escribir. “Los poetas, como los futbolistas, nacen y no se hacen: nadie puede hacer de un pelele un Pelé”.
A lo largo de nuestras vidas nos unieron en silencio muchas cosas: la edición de “Sombrero de ahogado” en la Editorial Universidad de Antioquia; las traducciones de Geraldino Brasil y otros poetas brasileños en la Revista Universidad de Antioquia; la revisión de las ediciones de los libros de algunos de los poetas jóvenes de su taller y una larga, callada e incomprensible amistad.
La última vez que lo visité vivía en otro apartamento, en medio de un laberinto de calles del barrio Laureles. También estaba desnudo. Lo acompañaban algunos amigos. Me ofreció un trago de coñac. Esta vez repasamos los libros de su biblioteca. Nos pusimos a contar juntos los libros. No pasaban de treinta. Estaban perfectamente alineados. Entonces dijo: “Me he pasado leyendo toda mi vida y, al final, me he dado cuenta de que, en estos treinta libros, uno más o uno menos, está toda la literatura”