EL REGALO
Acaba de comunicar el presidente Juan Manuel Santos Calderón, antes del anuncio habanero sobre el acuerdo final del pasado jueves, que el próximo 20 de julio llegarán a su fin estos lóbregos años en los cuales el Gobierno se sentó a discutir con el grupo minoritario de las FARC y que, entonces, advendrá “una etapa nueva para el país”.
El resultado es sabido: se va a suscribir un contrato de adhesión que sin conocerse se incorporó, de mortífero golpe, a la Constitución mediante un retorcido y dictatorial acto legislativo que se quiere refrendar mediante un plebiscito amarrado; y, lo más grave, tampoco se da siquiera un paso significativo en pro de la auténtica paz y de un nuevo orden social, en un país con unos abismos de clase asustadores.
En Cuba solo se hizo lo que ese grupo armado dispuso y sus integrantes pasarán a la historia como seres que, si acaso cometieron alguna tropelía, obraron motivados por inefables fines políticos; los únicos, dicen ellos, que llevaron a cabo atentados dignos de sanción son los criminales de Estado a quienes ahora se va a condenar.
Esa es, pues, la versión más moderna del ejercicio de la potestad punitiva del Estado: a ciertos criminales no se les sanciona y, a eso, se le llama “justicia” y se le moteja de “transicional”, a sabiendas de que no es ni lo uno ni lo otro. Por eso no habrá penas privativas de libertad, por mínimas que sean, ni nada que se les parezca; la justicia es para los de ruana, no para los herederos de la gesta comunera. ¡Al demonio con los estándares internacionales que así lo exigen!
Tampoco brillará la verdad porque los ahora “insurrectos” no le dirán nada al país sobre sus crímenes y sus víctimas; nunca se sabrá lo que pasó, por más comisiones retocadas que se instalen con esas miras. Los muertos, secuestrados, desaparecidos, extorsionados, torturados, etc., seguirán ahí silenciados y mudos.
No habrá reparación porque los vencedores, relegitimados ante el planeta entero, son apenas una menesterosa cofradía franciscana que ha hecho votos de castidad y pobreza; por eso, “Iván Márquez” desmintió a The Economist, al aducir que la fortuna de 10.500 millones de dólares, son meros “cuentos” porque “la insurgencia” es solo “un ejército rebelde” sin “cuentas en paraísos fiscales”. Y, lo más grave, el Estado tampoco tiene con qué hacerlo porque el mandatario, quien amenaza con el recrudecimiento del conflicto urbano y más impuestos si no se firma, se gastó todos los fondos para hacerse reelegir.
Así las cosas, la conclusión es sencilla: después de los ignorados “acuerdos” no habrá verdad, justicia, no repetición y reparación; esa prédica de los tribunales foráneos y de la Corte Constitucional, cuando de proteger a los verdaderos sacrificados se trata, solo es un saludo a la bandera. Pierden con ello los ciudadanos de a pie y el corrupto establecimiento que hace el ridículo cuando patrocina esta comedia adornada de lágrimas, triunfalismos y promesas.
El sainete de una paz esquiva, con sus inmolados (reales y fingidos) y sus victimarios (convertidos en héroes o mártires que deben ser llevados a los altares), continúa. Al país y al mundo se les tima. Todo parece una fantochada y, como siempre, las cosas se hacen muy “a la colombiana”, mientras nuestros dirigentes nos creen tontos o caídos del zarzo.
Mientras tanto, con el anunciado “regalo” que se espera recibir en nuestra próxima fiesta independentista, sonarán las campanas para entronizar a los nuevos gobernantes y escuchar el coro del mancillado himno nacional: “¡Oh, gloria inmarcesible! ¡Oh, júbilo inmortal! ¡En surcos de dolores el bien germina ya!”.
Y, por supuesto, con Santos Calderón como principal intérprete de la opereta, se escuchará su inmortal primera estrofa: “Cesó la horrible noche. La libertad sublime derrama las auroras de su invencible luz”. ¡Ojalá, pues, se empiece a construir la paz; el costo que vamos a pagar es demasiado alto!.