EL SABIO DEL MARTILLO
Lo conocí hace más de treinta años recorriendo junto a él las carreteras de Antioquia. Era un ingeniero de la Facultad de Minas de la Universidad Nacional que había sido profesor de geología de varias generaciones de estudiantes desde 1950. En esa época debía tener unos sesenta años y trabajaba en la Secretaría de Obras Públicas de Antioquia. Su oficina parecía el consultorio de un médico: para hablar con él había que hacer una larga fila formada por los alcaldes, los funcionarios y los líderes cívicos de los pueblos que necesitaban construir un puente o una carretera. Era uno de los hombres más sabios que he conocido. Se llamaba Alfredo Restrepo.
De su porte y su figura recuerdo muchas cosas: su piel blanca y sus ojos claros; su hablar claro, pausado, usando frases de una lógica implacable, recitando de vez en cuando refranes antiguos o citando palabras en latín y en griego; su sombrero de dril, ya un poco ajado, que usaba para protegerse del sol y de la lluvia cuando salía de viaje; su equipaje, siempre ligero.
Pero, sobre todo, recuerdo su martillo. No era una herramienta de carpintería, de las que se usan para clavar, sino un pico de geología para extraer y romper rocas: una pequeña y bella herramienta de acero de una sola pieza, y de dos cabezas, una plana y otra con cincel. Él lo usaba en los lugares más imprevistos: en un talud que empezaba a venirse montaña abajo, junto a un puente o una quebrada, al pie de un abismo.
De improviso, hacía detener el carro y se bajaba, martillo en mano, con los ojos fijos en alguna piedra. Luego la golpeaba hasta partirla. Por último, pronunciaba su nombre. Para él todas las piedras tenían nombre: “Esta es una pirita”, decía, examinándola... “Esta es una psefita...” Algunas las guardaba.
Nunca olvidaré el día en que lo acompañé a recorrer la carretera entre Medellín y Fredonia, que estaba cerrada por un deslizamiento. La Secretaría de Obras la había pavimentado varias veces. Esta vez, la banca había ido a parar montaña abajo, llevándose casas y árboles. Él dijo en voz alta, mostrándome las grietas. “Esto es una reptación”. Luego miró las montañas, recogió algunas piedras y me dijo: “Yo no sé esta carretera por qué la trazaron por aquí. Esta es una falla geológica que viene desde Tierra del Fuego”.
Una tarde en que viajé con él por la carretera Medellín – Caucasia, me dijo: “No se le olvide que en Colombia los caminos coloniales se trazaron casi todos sobre los antiguos caminos indígenas. Los españoles no construyeron grandes caminos porque solo les interesaba encontrar oro. Mejoraron los que ya existían. Luego, las carreteras del siglo XX se construyeron en su mayoría siguiendo esas rutas o ampliando las trochas de los arrieros. Por eso esta carretera es así. En el tramo entre Yarumal y Puerto Valdivia está el kilómetro más costoso de la red nacional de carreteras. La carretera la trazaron sobre una falla geológica ―llamada Romeral― que viene desde Argentina y va hasta Alaska”.
A veces, me hablaba de carreteras que no existían, y que solo estaban dibujadas en las mentes de los ingenieros viejos. La que más nombraba era la Troncal del Bajo Cauca. Era una vía que iba a unir a Medellín con Barranquilla siguiendo el curso del río Porce hasta Anorí, para luego empalmar con las llanuras del Bajo Cauca y llegar a Cáceres y Caucasia sin tener que remontar las montañas del norte de Antioquia.
Recordé al sabio del martillo cuando la carretera troncal que une a Medellín con la costa Atlántica fue cerrada esta semana durante varios días por una pérdida de banca en el tramo que comunica a Tarazá con Caucasia.