El sanalotodo social
Aquí, cada vez que algo no funciona o lo hace mal, de inmediato se propone expedir una regulación para reformarlo; por eso, somos campeones de leyes mal confeccionadas e inútiles. Se le rinde, entonces, culto a los esperpentos normativos y no a la verdadera ley; y ello, obsérvese, en medio del populismo reinante cuando la clase política vive su más profunda deslegitimación y el proceso legisferante es solo un sucedáneo para mostrar resultados a la incrédula opinión pública.
De paso, se apuntalan las campañas electorales futuras y los autores de las iniciativas se bañan en agua de rosas. No hay, pues, interés en cambiar nada; los corifeos del sistema están contentos con lo que tienen. Eso sí, cada que algún evento suscita interés entre los ávidos medios de comunicación, aparecen los reformadores con sus “salvavidas” bajo el brazo; y sus discursos, acuñados en alguna fábrica de mala muerte, son los habituales. Por supuesto, también asoman los leguleyos que confeccionan proyectos de ley, ponencias y asesoran a los padres de la Patria.
Así las cosas, no extraña que –¡otra vez!– estos días el Congreso de la República haya aprobado una ley estatutaria que maquilla el régimen de la Administración de Justicia, sin que se surta un gran debate nacional que ligue el asunto con las políticas públicas globales del Estado. Y ello es producto de que los autores de las propuestas solo se preocupan por mejorar la eficiencia y la productividad de los despachos judiciales –que funcionan con esquemas organizativos propios del siglo XVIII, no a la usanza del siglo XXI en el seno de una sociedad de la información–, o por satisfacer los intereses de grupos de presión o detentadores del poder que así lo demandan.
Es más, se hacen muchos diseños pensando en aumentar la nómina de colaboradores y, así, brindarles a los caciques políticos de turno más oportunidades para extender sus dominios corruptos a la administración de justicia, no en introducir una verdadera carrera judicial y fiscal que asegure la presencia de los mejores y más probos. En ese contexto, entonces, la reciente ley estatutaria tampoco resuelve de fondo la compleja problemática de la administración de justicia en el país, porque no aborda los temas centrales de la misma.
Ello no significa, sin embargo, que el texto –pendiente de revisión por parte de la Corte Constitucional y contentivo de un amasijo de asuntos de diversa índole, sin una directriz clara– sea del todo intrascendente y no tenga algunos aspectos de interés. En efecto, aboga por la digitalización y utilización de las tecnologías de la información y los datos; profundiza el empleo de mecanismos alternativos al proceso judicial; diseña mecanismos para la convocatoria de candidatos a suplir las plazas de magistrado de las altas cortes; esboza modelos para enfrentar la congestión judicial.
Incluso, trata de ordenar la expedición de sentencias y evitar que se difundan comunicados sin existir las mismas (recuérdese lo que hace la Corte Constitucional); introduce preceptos sobre requisitos para acceder a ciertos cargos, modalidades de selección y formas de provisión; perfila dos modelos estadísticos: uno de la Rama Judicial y, otro, del Sistema Nacional de Estadísticas de Justicia; asigna el 3 % del presupuesto de rentas o recursos de capital del tesoro nacional a la justicia; etc.
La ley, pues, no tiene el poder mágico de cambiar la realidad ni es un sanalotodo social, como creen el prieto ministro de justicia y sus aduladores cuando loan esa “reforma” a la Justicia, o celebran la reglamentación de la “prisión perpetua” mediante una ley que, incluso, modifica la propia Constitución. Ese mismo populismo fácil, también anima al señor presidente con sus propuestas ñoñas: ahora, como si estuviese en campaña electoral, proyecta una “moderna” ley antivandalismo y antidisturbios; ojalá, pues, alguien les diga a él (¡si lo escucha!) y al descaminado fiscal general que la ley penal vigente tiene poderosos instrumentos para perseguir a los criminales