Columnistas

El último abrazo

31 de julio de 2018

La pavorosa represión de las fuerzas estatales de Nicaragua, acompañada por paramilitares orteguistas armados y encapuchados, que ha ocasionado más de 350 muertos en 100 días, logró una condena amplia en el continente. A excepción de Venezuela y Bolivia -como era de esperarse- la mayoría de los gobiernos americanos insisten en que Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, deben irse y permitir elecciones cuanto antes, pues, según las discusiones adelantadas en la OEA, no hay posibilidad de que el Frente Sandinista de Liberación Nacional continúe en el poder, tras aferrarse a él con intimidación y asesinatos.

La pareja presidencial nicaragüense vive en una realidad alternativa, similar a la creada en Caracas por Nicolás Maduro, en la cual el pueblo los acompaña y las calles respiran ya, tras sus arremetidas a balazos, tiempos de paz y reconciliación. “Volvimos a la normalidad”, dijo la desquiciada primera dama mientras medios de comunicación del mundo entero transmiten las imágenes de ciudades con barricadas, muertos en las esquinas y ventanas cerradas a punta de pánico.

Parece a estas alturas imposible no ver cómo se reflejan el uno en el otro y cómo se cubren sus desmanes con la única intención de mantener los privilegios de su mandato. Pero ese hilo de complicidad asesina que une a los gobiernos de Ortega y Maduro, delirantes en sus discursos conspiranoicos, incapaces de la autocrítica, corruptos y favorecedores de una élite que acaba con sus países, puede ser también el que los amarre a su fin.

La reacción contra Nicaragua de los gobiernos americanos, mucho más rápida que en anteriores ocasiones con lo ocurrido en Venezuela, demuestra un cambio en el sentido político del continente, acelera el aislamiento de los dos regímenes y adelanta el reloj para la hora final de ambos. A estas alturas no se puede ser crítico con uno y condescendiente con el otro.

Las máscaras de esas falsas izquierdas, dictatoriales y corrompidas, ya están en el suelo y sus líderes mostraron, una vez más, la cara real que por tanto tiempo han denunciado sus ciudadanos, aún cuando algunos preferían no mirar. No es lógico, al ver lo que se ve hoy, defender como democracia posible lo que ocurre en las calles de Masaya o en los mercadillos de Caracas. Pareciera que ambas tiranías se abrazaron para hundirse al mismo tiempo.