El vuelo de amor de la mantarraya
La mantarraya o manta gigante es un animal marino descomunal que puede medir más de ocho metros de envergadura y pesar 1.400 kilos. Como detalle simpático diré que carece del aguijón venenoso que poseen las otras rayas en la cola, o sea que si te topas con alguna mientras estás nadando puede que te ahogues de la impresión al ver semejante bicharraco, pero en realidad no es peligrosa. Las hembras son ovovivíparas, es decir que los huevos fertilizados permanecen y maduran dentro del cuerpo de la madre durante nueve meses o quizá durante doce, no se sabe muy bien.
En un mar pleno y calmo aparecen de repente unas orejas negras, una forma oscura que recuerda a la cabeza de Batman. Sigue emergiendo la mantarraya, sale fuera del agua como impelida por un resorte y vuela por el aire, agita elegante y poderosa las aletas y vuelve a caer al agua desde muy alto. Esos animales de más de una tonelada salen de las profundidades como flechas; algunos hacen piruetas mientras están fuera, dan saltos mortales, giran sobre sí mismos antes de caer.
¿Y por qué hacen tal cosa? Pues hay varias teorías, entre otras la del puro juego, pero al parecer la explicación más convincente para los científicos es la del cortejo. La mayoría de las mantas voladoras son machos y se cree que es la manera que los galanes tienen de llamar la atención y conseguir pareja.
Los genes son unos tiranos; ya lo decía Schopenhauer: el amor no es sino un engaño de la naturaleza para conseguir la perpetuación de la especie. O como también decía el escritor y filósofo inglés Samuel Butler en el siglo XIX: “La gallina es solo el sistema que tiene un huevo de hacer otro huevo”. O sea que ser una mantarraya adulta, mantenerte viva y llegar a crecer hasta los ocho metros, aprender a salir del agua a fuerza de músculos como un húmedo relámpago, aletear en el aire grácilmente y pegarte un porrazo al regresar al mar, todo eso, en fin, no es más que la forma que el huevo de la mantarraya tiene de hacer otro huevo.
El amor pasional nos vuelve locos, nos hace saltar por los aires y desde luego nos empuja a comportarnos muy por encima de nosotros mismos, de nuestras posibilidades, de lo que en realidad somos.
Dura poco. Sí, ese periodo de feliz enajenación, de ímpetu febril y brioso entusiasmo, suele durar poco. Y luego las cosas se calman, o cambian, o se pierden, o se rompen. Luego vuelves a ser mortal. Todo ese paroxismo puede no haber servido para nada; o quizá sí, quizá para una cópula de 90 segundos, quizá para que se forme un embrión, quizá para que el maldito huevo pueda crear otro huevo. Sí, de acuerdo; tal vez solo seamos un mero instrumento para la ciega y tenaz perpetuación de la especie. Pero ¿saben qué? Mientras tanto, volamos. Y eso no nos lo puede quitar nadie.