Columnistas

En defensa de la ruralidad

07 de febrero de 2021

Las ganas de campo siempre han sido una constante en la vida de quienes habitamos las urbes, mucho más en este último año debido a las restricciones de movimiento que todos conocemos. Esa necesidad de verde, de espacio, de ritmos lentos y aire más limpio se ha constituido en un anhelo común que cada quien trata de satisfacer de acuerdo con sus posibilidades. Ahora bien, cuando lo conseguimos, ¿en qué nos convertimos? ¿En invasores del mundo rural o en respetuosos partícipes del transcurrir de la Naturaleza?

La pregunta surge a raíz de una curiosa noticia que apareció recientemente en los medios de información sobre una ley que ha emitido el parlamento francés para proteger los ruidos y olores del campo declarándolos Patrimonio Sensorial. Es decir, que algo tan normal como el cacareo del gallo, el tañido de las campanas, el olor de los establos o el canto de los grillos no pueda ser objeto de demanda por parte de los urbanistas recién llegados. Porque aunque suene absurdo, los casos se iban acumulando: contra el gallo Mauricio que despertaba a sus vecinos a primera hora de la mañana; contra el olor de un caballo que pastaba cerca a la casa de otros y al que obligaron a no acercarse a menos de 5 metros de distancia de su vallado; o contra el croar de unas ranas que tuvieron que ser desalojadas de su charca porque los nuevos residentes no podían conciliar el sueño.

¿Hay algún límite para la intolerancia y la incoherencia? Parece que no. Pretendemos huir de las ciudades, embelesarnos con paisajes bucólicos y a la vez eliminar todo lo que nos parezca molesto. Tal vez por esa tendencia a idealizar aquello que no hace parte de nuestra cotidianidad. O simple y llanamente por ignorantes. Tal cual lo describe Bruno Dionis du Séjour, alcalde de un pueblo de 400 habitantes llamado Gajac, que escribió una carta abierta para preservar la vida en el campo y “contra esos recién llegados que descubren que los huevos no crecen en los árboles”.

Quienes viven de la tierra, o por lo menos sobreviven, conocen muy bien lo duras que pueden ser sus condiciones. A la vez, saben apreciar y respetar sus frutos, sus tiempos y cadencias. Ese afán por imponer estilos de vida caprichosos que van contra Natura es el que nos ha conducido a situaciones medioambientales críticas que ya empiezan a asustarnos.

Acotación: quien no pueda soportar que el gallo cante en su gallinero, que se quede tras los muros de cemento de su propia vivienda urbana escuchando con fascinación las pisadas del vecino, los pitos de los carros o los cantos de los vendedores ambulantes