En modo avión
Cuentan con sorna que el primer turista fue un tal Cristóbal Colón, que rondando aquel 1492 le fue con el cuento a la Reina Isabel de Castilla de una ruta más corta que la portuguesa para arribar a las Indias. En su afán por buscarse unas vacaciones pagadas, el genovés se cameló a la Soberana para que le financiase la aventura y, tras lograrlo, enroló con la ayuda de los hermanos Pinzón a una tripulación cargada de héroes y buscafortunas por igual. Es de suponer que todos ellos fueran solteros porque de lo contrario habrían tenido que escuchar de sus esposas comentarios del tipo: “¿Y por qué tienes que ir tú, no pueden mandar a otro? ¿Qué, eres el más tonto? ¡No conocés ni a mi familia y vas a descubrir un nuevo mundo! ¿Y sólo van a viajar hombres? ¿Y por qué no puedo ir yo? ¡Desgraciado, ya no sabes qué inventar para estar fuera de casa! ¡Si cruzas esa puerta me largo con mi madre!
¡Sinvergüenza! ¡No te vistas, que no vas!”.
Sea como fuere, bromas al margen, aquella epopeya amplió de tal manera el mundo que inauguró una nueva era de desplazamientos masivos. La llamada colonización provocó un flujo migratorio de ida y vuelta constante en lo que se podría considerar los estertores del turismo de nuestra época, salvando las distancias.
Les escribo estas líneas a bordo de uno de los barcos que recorre el parque natural de las marismas de Doñana, en Andalucía, junto a las costas de Sanlúcar, puerto del que tantos marinos y armadas salieron rumbo a las Indias. Junto a un montón de turistas llegados de todas partes del mundo nos adentramos en una de las reservas más importantes de Europa, lugar de cría de millones de flamencos y otras aves, hogar del lince ibérico, tierra de gamos, ciervos y jabatos y origen de todos los caballos que pueblan las Américas.
Mientras me dejo mecer por las corrientes de la desembocadura del Guadalquivir, narcotizado por la cálida brisa del Estrecho, tan hipnótica o más que la del lago Maracaibo o las murallas de Cartagena, caigo en la cuenta de las decenas de pasajeros que dedican su tiempo a bordo a revisar el móvil o a tomar cientos de fotografías en lugar de contemplar la belleza de los animales que nos saludan desde las riberas. Y descubro que en la vida no solo importa la cantidad de experiencias que uno atesora sino la intensidad con la que son vividas. Cierto es, lo admito, que también anda uno ajetreado tecleando aunque sean los bosquejos de esta columna, pero con la necesaria pausa para levantar la vista de la pantalla y deleitarme con la realidad.
Y es que uno de los mayores pecados de nuestros tiempos es la vanidad. Ahora que por este hemisferio andamos aún en verano he vuelto a observar cómo nos han acostumbrado a hacer público cada segundo de intimidad en las redes sociales. Tampoco ha hecho falta que insistieran mucho porque si hay algo de lo que disfrutan hombres y mujeres por igual en estos tiempos es de la frivolidad que nos empapa. Una superficialidad tan vacía que hasta hay aplicaciones y filtros para móvil que lo convierten a uno en un Discóbolo aunque esté más fofo que el muñeco de Michelin. Así, la mayoría de personas anda haciéndose autorretratos y vídeos absurdos durante sus vacaciones en vez de deleitarse con los bocados familiares que regala el estío o con la sensación de la brisa y sol sobre la piel mojada. Por eso, ahora que las naciones se pelean por atraer más y más turistas, es el momento de buscar a los viajeros. Esa rara especie en peligro de extinción capaz de observar en silencio y pasar inadvertida, mimetizada con el entorno de anormales armados de móviles, bermudas, chanclas y tarjetas de crédito. Dicho lo cual, desconecto y paso a modo avión. A vivir.