Entre el odio y el miedo
Hay sectores sociales y políticos que se oponen con vehemencia al Acuerdo de paz firmado entre el gobierno y las Farc. Han generado pánico social: dicen que el pacto logrado está lleno de peligros. La polémica arde, pero la polarización anula cualquier posibilidad de entendimiento: entre los gritos, es difícil identificar el meollo del asunto.
Vale la pena, un año después de pactada la paz con las Farc, regresar al texto que supuestamente está lleno de peligros para ver qué es lo que resulta tan problemático y qué es lo que hay que echar abajo.
Al reflejar su visión de paz y el impacto que se esperaban que la construcción de la paz tuviera en el territorio y las comunidades, el gobierno y las Farc formularon una ruta para la “transformación estructural”, mediante la promoción de cambios en la vida política, social y económica del país.
En relación con el campo, hicieron referencia a una “transformación de la realidad rural con equidad, igualdad y democracia”, para buscar “la erradicación de la pobreza y la satisfacción plena de las necesidades de la ciudadanía de las zonas rurales” (p. 12). En relación con la lucha contra los cultivos ilícitos, formularon las siguientes metas: “transformación estructural de los territorios y la creación de condiciones de bienestar”, mediante el fortalecimiento de “la presencia institucional del Estado (...), promoviendo el desarrollo integral y la satisfacción de los derechos de todos los ciudadanos; garantizando la seguridad, la convivencia y la observancia y protección de los derechos humanos; y asegurando la provisión de infraestructura, servicios públicos, educación, acceso a las comunicaciones” (p. 98-101).
Formulaciones similares se encuentran en el acuerdo sobre participación política para lograr la “inclusión política de (los) territorios (más afectados por el conflicto y el abandono) y sus poblaciones” (p. 35).
El vilipendiado acuerdo no es un ataque a la democracia ni al Estado de derecho. Contiene importantes recordatorios sobre las deudas del poder público en el país, como, por ejemplo: obtener “la aplicación y el respeto por parte de las instituciones y de los ciudadanos y ciudadanas de los principios y las normas del Estado de derecho” (p. 100); robustecer los mecanismos de control y veeduría ciudadana (p. 47); poner en marcha procesos extendidos de “planeación democrática y participativa” (p. 48); o combatir la corrupción (p. 95).
Las estrategias y los programas para conseguir esos cambios tenían que ser objeto de desarrollo ulterior en las regiones, con participación de las comunidades y representación de todos los intereses concernidos; sin embargo, los políticos lo tienen en jaque. Resulta difícil comprender que cualquier sector político (de derecha, de izquierda, o de esos, de los que hay tantos ahora, que no son ni de una ni de la otra) se oponga a lo propuesto en materia de desarrollo comunitario. Los cambios propuestos, lejos de representar peligros, son aspiraciones sensatas con las que los partidos constantemente juegan y rebuscan votos.
Un año después de la firma del mentado Acuerdo, no hay una discusión razonable sobre lo pretendido. La politiquería consumió la decencia. El resentimiento por una organización del pasado ahoga la razón. Concentrados en la búsqueda frenética de votos, los políticos encuentran más rédito en la destrucción que en la reconstrucción de nuestro partido país. Reinan la insensatez y la furia; la paz ha quedado presa del odio y el miedo.