Es tiempo de renovar la confianza
Por veinte años fui rector en la Institución Educativa Benjamín Herrera de Medellín. Llegué allí a comienzos de 1991, el momento más álgido de la violencia del narcotráfico. Era “Barrio Antioquia” el lugar donde con más crueldad podía sentirse el pulso de este flagelo, por su ubicación, al final de la pista del que fuera el único aeropuerto de la ciudad. Es explicable la forma ágil como el negocio, inicialmente de la marihuana, y luego de la cocaína, abrió allí sus tentáculos. Entre 1991 y 1993, me asesinaron un promedio de ocho estudiantes por año, sin contar a quienes desertaban de la escolaridad para entregarse de tiempo completo a la barbarie. En la puerta del colegio recogí estudiantes muertos. A la rectoría entraban, lívidos, buscando refugio.
Recuerdo, todavía sorprendido, el momento histórico en el que esa pesadilla frenó. Fue el treintaiuno de diciembre de 1993, cuando uno de los capos del barrio convocó a distintos sectores, incluyendo a los cabecillas del sicariato, para parar la guerra. El párroco, anfitrión de la reunión, dio el dato de sus registros; dijo que en los últimos tres años, solo de jóvenes, había oficiado 183 funerales. Los muchachos, utilizados como “mulas”, escoltas de mafiosos y sicarios, fueron el trompo pagador de aquella fiebre. Ilusionados por el “dinero fácil”, quedaron atrapados en ese callejón sin salida que inevitablemente los conducía a la muerte.
Cada quien, desde su liderazgo en la comunidad, se comprometió a aportar algo concreto para facilitar la reivindicación de los jóvenes metidos en la guerra. Cuando llegó mi turno, y me preguntaron: ¿Y el rector qué pone?, con incontenible susto, respondí: Las puertas del colegio están abiertas para quienes crean que allí tienen una nueva oportunidad. Fueron varios los muchachos que ingresaron al colegio. Algunos se convirtieron luego en reconocidos líderes del barrio.
Con pocas conversaciones previas, en las que participamos quienes teníamos responsabilidades claves, se logró un pacto duradero de no agresión. Por mi cabeza rondó la sensación de que esa era una paz de azúcar, que se derretiría en poco tiempo. Aunque hoy persisten grandes dificultades en esta comunidad, las atrocidades del narcotráfico y el sicariato han disminuido sensiblemente. Un pacto tan frágil como el que se hizo en esa fecha, funcionó.
Traigo a colación este tramo de historia para resaltar la importancia de recuperar la confianza y el optimismo en la nueva perspectiva que hoy abre el país. Si aquel pacto pudo darse con tan frágiles elementos de garantía, mayores argumentos tenemos hoy para esperar que se esté abriendo una nueva posibilidad para nuestra nación. Esta vez no se trata de una convocatoria, precedida de tres o cuatro reuniones de líderes de barrio; fueron cuatro años de exhaustivo trabajo, armando la nueva agenda de reconstrucción nacional; amplias conversaciones en las que vimos un comienzo de arrogancia por parte de los negociadores de las Farc, una presunción que se fue derritiendo, hasta llegar a posturas aterrizadas y serenas, y a la decisión de un cese unilateral, registrado como punto de quiebre clave en el proceso. Las estadísticas a partir de ese momento registran una histórica disminución de muertes en combate. Quienes tuvieron la responsabilidad de representar al Gobierno en estas negociaciones son personajes de reconocida honorabilidad; su solvencia académica y profesional merecieron el respaldo unánime de la comunidad internacional.
Es hora también de renovar la confianza de los países amigos, y pueda entonces desplegarse el potencial económico, turístico y social que tenemos. Igual que en aquel momento del Barrio Antioquia, en esta coyuntura a cada uno nos preguntarán: ¿Y usted, qué pone?.