Escribiendo, organizamos lo que sabemos
Escribiendo mi tesis doctoral, pasé un susto difícil de olvidar. Le había entregado a mi director uno de los capítulos centrales de mi investigación. Entonces, me tomé unos días de receso, haciendo algo de turismo por los pueblos vecinos de mi sede de estudios en Valencia, España. Al regreso, antes de iniciar un nuevo capítulo, quise darle un vistazo al ya entregado. Para mi sorpresa, a pesar de la ayuda de expertos en informática, ese archivo en mi computador de media Giga no abrió. Me consolaba saber que lo había entregado a mi director en un diskette, y que, seguramente, podría acceder a él. Pero fue imposible. En esos días mi asesor había cambiado de oficina, y en el traslado lo había extraviado. No hubo más remedio que respirar profundo y empezar a escribir de nuevo con las pocas notas que me quedaban, pues casi la totalidad las había tirado a la basura. En ese ejercicio, supe lo que sabía del tema -La democracia en la escuela-. Finalmente, agradecí la pérdida. Logré hacer un texto más maduro y robusto, las ideas habían tomado una nueva organización, encontraron nuevas relaciones y convocaron aspectos que antes no se me habían ocurrido. Ese capítulo perdido fue cinco años después objeto de publicación de un libro con dos ediciones, por parte del municipio de Medellín.
El sociólogo español Gonzalo Anaya, en entrevista con Conxa Delgado, afirmaba: “Me impuse la escritura como disciplina para saber qué pienso y qué sé”. En palabras más sencillas, uno de mis estudiantes, Sebastián Vargas, de quien me siento orgulloso, decía con evidente emoción en un taller literario: “La escritura es esa forma especial de canalizar la expresión de lo que se tiene adentro. El pensamiento como tal está ahí, guardado como en cajoncitos. Cuando hay unos reactores, se abren los cajoncitos y... ¡pa’fuera! Y uno dice: ¡hey! yo no sabía que tenía eso”. Ocurre algo parecido a lo de los computadores. Hacemos “clic” en el “buscador” de nuestra mente -nuestro “disco duro”-, y activamos un nuevo ordenamiento de nuestras experiencias, conocimientos e intuiciones, que concurren al hilo del interés marcado.
Escribir confronta a los sujetos consigo mismos, con lo que comprenden, sienten y viven; los reta, no solo con lo que conocen, sino también con sus creencias, valores, paradigmas y emociones. Quien escribe piensa en voz alta y construye hilos de conversación con otros. Y, sobre todo, asume la aventura de sumergirse dentro de sí, para descubrir ese personaje tan ajeno: uno mismo.
El computador, los IPad o las tablet podrían ser excelentes herramientas para desarrollar la escritura. Pero cada vez las asociamos más con plataformas que nos permiten abreviar, y nos ahorran las disciplinas de la precisión y la gramática. Igual que olvidamos sumar, restar, multiplicar, sacar raíz cuadrada, etc., perdemos la escritura. Los formatos fáciles que prodigan las redes sociales -WhatsApp, Messenger, Twitter, Facebook- están terminando con la destreza para escribir. Y esto tiene una gravedad aún no ponderada: la pérdida de un formidable instrumento de conocimiento personal.
Un panorama oscuro se nos avecina con la pérdida de la escritura en nuestra cultura. Solo va quedando para un grupo reducido y privilegiado. Sin ella, se acaba la memoria cultural, perdemos el rastro de nuestros propios pasos. Un reto complejo, pero la Escuela tendrá que rescatar estrategias y nuevas motivaciones para darle vida. Posiblemente, logremos así elevar el nivel de pensamiento, tanto de los estudiantes en la escolaridad, como a su ingreso a la universidad, y tendremos, por supuesto, profesionales más maduros, más robustos académicamente, autónomos, creativos y analíticos.