Columnistas

Eso de la Autonomía

16 de junio de 2017

Finalizando uno de sus cursos en la Universidad de Antioquia, le escuché al profesor Vladimir Zapata una frase que marcó mis convicciones. Decía: “Es sospechoso que un maestro sea tan necesario en enero como en noviembre”. Se refería a la necesidad de fomentar y hacer crecer, durante el curso escolar, la autonomía de los estudiantes. Cuanto menos necesiten al maestro, mayor será su nivel de independencia, el que permite crecer, innovar e, incluso, superar al mismo maestro. Años atrás, lo había escrito Nietzsche en su libro “Así hablaba Zaratustra”, con esa escena, de inmensa profundidad, cuando el maestro, dirigiéndose a su discípulo, le dice: “Ahora te ordeno que me abandones”.

Pero la autonomía no es una facultad que se adquiera por decreto, buena voluntad y, menos, de forma espontánea. Ese propósito hay que hacerlo explícito, no sólo en la formulación de los proyectos educativos, sino en las prácticas y modos de desenvolverse dentro de la escolaridad. En los parámetros de medición de la Escuela es evidente el propósito de alcanzar indicadores en logros académicos, pero no es claro apuntar a esta conquista, que podría ser de mayor impacto en el crecimiento de los estudiantes. Lo usual es que interrumpamos la formación que emprenden nuestros niños y adolescentes en el ejercicio fluido de su autonomía. Es largo el camino para llegar a su consolidación, porque, histórica y culturalmente, estamos hechos para la heteronomía, para depender de otros, para acatar de forma ciega la autoridad vertical.

Son muchos los modos y prácticas para fomentarla. Menciono sólo dos. Una, es la de construir la capacidad del disenso. La Escuela tiene que ser un laboratorio de expresión, del ejercicio del disenso. Algo complejo para los padres y maestros, porque nos asustamos cuando nuestros hijos o estudiantes dan cuenta de su propio criterio. La verdad es que nos sentimos más cómodos si los percibimos dóciles. La otra, es facilitar la escena de la escritura, en particular, de la escritura personal. Porque es a través de este hábito que el sujeto se reconoce a sí mismo, y crece desde su interior. El más efectivo antídoto del malestar escolar es la palabra, pero, con mayor impacto y fuerza, la palabra escrita, más cuando se escribe para entregarlo a otros, porque esa escritura pone en evidencia las creencias, percepciones y valoraciones personales. Con Paulo Freire, estoy convencido de que la palabra, hilada en el diálogo con otros, no es un medio para educar, sino la realidad en la que se hace el acto educativo. Los modos tendrán que ver puntualmente con la visión real de la institución educativa, pero, esencialmente, con la postura del maestro, que no sólo enseña, sino que aprende, incluso de sus estudiantes.

Pero la autonomía no alude sólo al individuo, sino al ejercicio de derechos y deberes, surgidos desde la interacción de modos distintos y enriquecedores de interpretar y vivir la aventura de cada día. Hay en su formación un hilo delgado, complejo de administrar, que requiere inteligencia para sacar buen partido. Es ese hilo, susceptible de romperse, entre formar en el disenso, en el criterio propio, ser coherente consigo mismo, pero, a su vez, formar en el respeto, la tolerancia y el esmero del cuidado de los otros.

La escuela debe formar, no para la obediencia y la enseñanza, sino para la invención, que sólo es posible en el ejercicio del disenso. Infortunadamente, son pocos los maestros con ojos y oídos afinados para percibir las posibilidades que hay en los estudiantes capaces de ejercer la desobediencia ética, quiero decir, que no incomoda ni perturba a los demás.