¡FELICES FIESTAS Y UN AÑO DE LUZ!
Muchas cosas han cambiado de ayer a hoy. Diciembre empezaba en diciembre y la Navidad el 7, con la noche de las velitas en honor a la Virgen. El sol salía, hacía calor y en el cielo por las noches brillaban tantas estrellas que parecían compradas en una promoción de San Andresito, más baratas por docena. El aire olía a vacaciones, a buñuelos, a natilla y a marrano matado y chamuscado con helecho, que no era delito.
Nuestro pesebre no tenía iglesias con relojes, automóviles ni cebras, sino unas chozas de cartón tan chiquitas que no cabían José y María. Había un lago con patos que simulábamos con un espejo, porque papel de aluminio de dónde, pues, y al lado de un camino de aserrín, poníamos pastores con sus ovejas, incluso la descarriada, que pastaban sobre un colchón de musgo.
El árbol llegó más tarde, y era más feo que tirarle a la mamá: Un chamizo seco forrado en algodón y “sembrado” luego en un tarro de galletas envuelto en papel celofán rojo, verde o combinado, del que colgábamos unas bolas de los mismos colores que se quebraban con mirarlas, como si fueran de merengue. En una palabra: ho-rro-ro-so. Como se ve, no teníamos conciencia ecológica, pero el mundo sobrevivió a tan desastrosas generaciones.
Comíamos en “demasía” y éramos felices. A nadie le importaba la grasa, el colesterol pertenecía a la medicina del futuro, y la app para calcular las calorías todavía no la habían inventado. La novena era un encuentro familiar, no un evento social de alto turmequé para cuya organización había que hacer un préstamo a cinco años ni contratar una casa de eventos.
“Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado”. Esa frase nos daba moral, pero no siempre se cumplía literalmente. El niño Jesús, sin cartas de por medio, dejaba los regalos materiales cada año al lado del pesebre. El día que le dio por dejarlos debajo de la almohada tropezó con el nochero, me despertó un hijuetantazo con el que mi papá quiso mitigar el golpe en el dedo chiquito del pie derecho y se acabó la magia.
Sin embargo, algo sigue igual: Quienes no hemos perdido el espíritu navideño entre los tumultos de un centro comercial, nos seguimos llenando de sueños, deseos y expectativas por esta época. De visita por el Parque de los Propósitos, un lindo espacio adecuado por Comfama en Ciudad del Río, me detuve a leer algunos de los deseos escritos por los visitantes en el árbol gigante cuya base fue dispuesta para ello. Si por mí fuera, todavía estaría leyéndolos todos, pero el tiempo, siempre verdugo de los seres humanos, no me lo permitió.
“Más tatuajes”. “Mi casa propia”. “Salud, amor y unión familiar. “Que el Medellín quede campeón”. “Viajar”. “Dejar los celos”, son algunos de los que recuerdo. Pero me conmovió hasta el alma el de una niña que, en su incipiente escritura, plasmó su propósito: “Que en mi familia no se peleen. Y que si se pelean, se reconcilien”.
Ojalá pudiéramos reconciliarnos todos, reconocer lo bueno, no solo ver errores, ponernos en los zapatos del otro antes de pulverizarlo, proponer en vez de criticar, abrir el corazón y partir hasta un confite con el que lo necesite. ¡Felices fiestas y que 2019 sea un año de luz, mucha luz!.