Fondo y forma
De los mensajes, videos o imágenes que me llegan por las redes sociales, muy pocos abro. Más de la mitad son basura. Pero recibí una imagen con Eduardo Galeano, a quien tanto admiro, que iba al hilo de una idea que me ronda de tiempo atrás. La imagen del escritor uruguayo estaba acompañada de este texto: “Estamos en plena cultura del envase. El contrato del matrimonio importa más que el amor, el funeral más que el muerto, la ropa más que el cuerpo, y la misa más que Dios. La cultura del envase desprecia los contenidos”.
A comienzos del año 2001 tuve el privilegio de asistir a una exhibición de violines Stradivarius y Guarnerius en el Palau de la Música de Valencia, España. Sus constructores, de Cremona -Italia-, murieron con las fórmulas de las resinas que utilizaban para curar las maderas. Hoy, esos instrumentos están en importantísimos museos, detrás de potentes cristales, y son ejecutados en excepcionales conciertos en las salas más reconocidas del planeta. Un observador desprevenido se desinfla cuando los ve, porque tienen apariencia absolutamente normal, incluso más sencilla que la de los violines que usualmente conocemos. Pero un Stradivarius puede valer veinte millones de dólares, o más. Por esos mismos días tuve la oportunidad de visitar el centro de exhibición y ventas de las guitarras “José Ramírez” en el casco antiguo de Madrid. Con una de ellas en mis manos, de apariencia elemental, y que costaba en aquel momento cuarenta y cinco millones de pesos colombianos, le dije a mi hijo Sebastián que me tomara una foto para el recuerdo.
Qué distancia hay entre el fondo y la forma, y cuánto nos pueden engañar nuestros sentidos al valorar lo que pesa y no pesa en la experiencia humana. Estas dos observaciones me llevan a una arista de las preocupaciones que genera nuestra cultural incoherencia: el aprendizaje más grande que uno se lleva cuando ha tenido varios años de profunda investigación sobre un tema específico de la ciencia es que, en la medida que avanzan sus pesquisas, crece exponencialmente la percepción de la ignorancia sobre lo que presume saber. Es ahí donde cobra relevancia la frase célebre de Sócrates: “Solo sé que nada sé”. Cuanto más avanzamos en el dominio de la disciplina en la que persistimos, constatamos que su conocimiento es todo un océano, y que lo único que alcanzamos a abordar es esa partecita que nos moja la piel; quiere decir, esa diminuta porción que transpira en nuestros modos, maneras y hábitos. Somos un insondable misterio para nosotros mismos. ¿Qué sabemos de nuestro físico y de nuestra psiquis? Solo una pizca.
Pero en nuestro país, con excepción de tantos investigadores y académicos que ameritarían ser distinguidos con un Honoris Causa, le dicen doctor -que todo lo sabe- al patrón, a quien tiene la chequera de mayor solvencia, al dueño del balón o al que más votos compra.
Lo grave es que todos terminan por creérselo. Nos quedamos con los ritos, las luces, el frac y las corbatas. En el Congreso, por ejemplo, todos son “doctores”. Algunos, incluso, precisan del “Excelentísimo Señor”. Valdría la pena hacer un inventario para cerciorarse de cuántos realmente lo son. La mayoría no pasa del pregrado universitario o de “seis semestres de finanzas en la San Marino”. Nos embriaga el humo de las venias y los reconocimientos. Mientras tanto, nuestros más álgidos problemas, los retos que tenemos con nosotros mismos y con el mundo naufragan en esa fiebre de forma sin fondo, de distinciones y títulos de solapa.