Columnistas

Fútbol anodino e intolerancia

08 de agosto de 2021

El pasado martes fue un día esperado por amantes del fútbol capitalino porque, después de largos meses de pandemia, se permitía el ingreso de hinchas al Estadio Nemesio Camacho El Campín para presenciar el partido entre Independiente Santa Fé y Atlético Nacional. Un encuentro que resultó mediocre de comienzo a fin, durante el cual dos equipos pusilánimes se cuidaron para evitar recibir un gol hasta que, finalmente, el visitante, a través de un tiro de media distancia, acabó con la paridad; en lo deportivo, pues, un saldo lamentable, ya usual cuando se piensa en el torneo doméstico, que se volvió un escenario para el antifútbol, el teatro vulgar protagonizado por jugadores tatuados que viven en el piso simulando faltas y creyéndose estrellas, muy al estilo del descosido Neymar Júnior.

Sin embargo, lo más deprimente fue el comportamiento de algunos aficionados. Cuando esa noche el árbitro decretó el descanso del primer tiempo, hinchas del equipo visitante golpearon a alguno del local y se desató la gresca. Durante un largo rato el clásico no se pudo reanudar porque, como si se tratara de un remedo de circo romano, era necesario ver correr sangre y vitorear a los heridos (más de treinta, incluidos seis agentes del orden que querían controlar a los vándalos). Los violentos invadieron el campo de juego, hubo ofensas verbales y físicas de parte y parte, mientras los locutores oficiales del Estadio, a través de los altavoces, hacían un llamado a la paz y la concordia. Al final, el lúgubre espectáculo balompédico pudo continuar.

Pero lo más patético estaba por llegar: el miércoles, ya terminado el partido, algunos criminales vestidos de rojo y supuestos simpatizantes del Santa Fé vieron en el sector del Salitre a un grupo de deportistas vestidos de verde (como el Nacional) y los atacaron, lesionando a varios de ellos, en especial a un joven que recibió heridas a machete en su cabeza y antebrazo; los hechos sucedieron cuando los agredidos descendían del autobús que los trasladó del aeropuerto al hotel. No percibieron los energúmenos que se trataba de una delegación boxística de la Liga Risaraldense de ese deporte, que llegaba a Bogotá con fines competitivos; pero los salteadores no solo los agredieron de forma brutal, sino que les hurtaron sus implementos deportivos y uniformes de competencia.

La presencia de barras llamadas “bravas” en ese deporte no es un hecho nuevo porque en diversos países de este atribulado planeta han existido, basta —para poner un solo ejemplo— con recordar a los temibles Hooligan ingleses, quienes, desde hace más de un siglo, han protogonizado desmanes por todos lados cuando juegan sus equipos; por eso, un país inculto y violento, como Colombia, no podía ser la excepción en esta materia. Ello, a no dudarlo, es una muestra de los niveles de intemperancia, falta de civilidad e intransigencia a los que hemos llegado en todos los ámbitos, y no solo en tratándose del pobrísimo espectáculo del balompié. Pareciera, entonces, en una sociedad en la cual todo el mundo reclama derechos, pero nadie recuerda sus deberes, que también el ejercicio de la obcecación hubiese constituido una prerrogativa legítima que todos reclaman.

Por eso no pueden dejar de recordarse las sabias palabras de Voltaire en su “Tratado sobre la tolerancia”, cuando cuestionaba esa prerrogativa: “El derecho de la intolerancia es, por tanto, absurdo y bárbaro; es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres solo desgarran para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos párrafos”. Frases que cobran hoy plena actualidad, cuando aquí nadie pareciera tener la posibilidad de portar un uniforme del color del equipo rival, autoproclamarse líder social para reivindicar los derechos de sus congéneres, pensar y actuar en forma distinta, soñar con una sociedad diferente a la corrupta y anacrónica que hoy nos aglutina, etc., porque de inmediato es agredido, mancillado y hasta exterminado por las hordas bárbaras