Gente que saluda
Cada vez es más extraño, exótico, y hasta cursi, que la gente salude o autorice el saludo. Son zombis o entes de piedra deambulando por urbes de cemento que parecen desiertas. Siempre apurados, apáticos y desconfiados, corren de aquí para allá y de allá para acá. Algunos saludan entre dientes, de medio lado, con gestos que no corresponden a las palabras; lo hacen por manía o reflejo. Para otros, los demás son invisibles. Hay quienes piensan que la grosería les da estatus. En el fondo son seres solitarios, con muchos amigos en las redes sociales, pero desolados.
No es fenómeno solo de las calles. Lo mismo ocurre en los ambientes de trabajo, dentro de los ascensores y en los corredores de las unidades residenciales. Ignoramos a tantas personas que, sin percibirlo, son parte de nuestra red, de nuestros hábitos cotidianos. Están detrás de la cortina, no los vemos, pero son imprescindibles.
Intriga saber qué procesiones o dramas pasan por la mente de quienes los que se cruzan en su camino son extraños o invisibles. ¿Qué se solapa en su personalidad? ¿Son despistados o tímidos? ¿Se creen de gesta superior? En gran medida, esa actitud es arrogancia, indiferencia, desconfianza, intolerancia, apatía, rabia, rencor y autosuficiencia. Cuántas historias nos enseñan que el tiempo suele invertir esos sentidos. Sin duda, hay motivos para la desconfianza, que debemos manejar con inteligencia y tacto, pero esas razones no pueden desbordar nuestra capacidad de crear cercanía.
Con frecuencia ceñimos el sentido de lo público al respeto y cuidado de los bienes comunes: la infraestructura física, las calles, los parques, los medios de transporte, las quebradas y los ríos. Esta percepción la tenemos posiblemente porque ha habido énfasis desde la política, las administraciones municipales, las instituciones educativas y, en alguna medida, desde los hogares, para formar ese concepto. Pero, más que todo eso, el sentido público se refiere a la sensación abrigadora de sentirse parte de una comunidad. Más que eso, significa construir tejido social, sinergia entre coterráneos y vecinos; es producir sintonía con intereses e historias comunes. Y es, precisamente, esa sensación la que genera el cuidado y respeto por lo que tenemos en común.
Gente que saluda, esa es la cultura que urgimos rescatar, ciudadanos con semáforo en verde para las relaciones interpersonales, y no con rostros adustos, agrios, indiferentes, impermeables, con semáforo en rojo. Quienes saludan y miran a los ojos tienen algo más en la piel, en su corazón y en su modo de pensar. Son los que lideran, la gente emprendedora, la que logra crear lazos, la que comunica, conecta y abre puertas. Quienes no saludan espantan, diluyen, cierran horizontes, afianzan el pesimismo y ponen barreras.
Por eso, saludar no es un protocolo que se aprende; es un gesto que delata la disposición de interactuar, de sentirse cómodo con otros, de estar abierto a historias distintas a la propia. Lo de aprender no es la mueca ni la cortesía, sino la actitud. Muchos problemas graves de la convivencia humana que hoy conmueven al planeta se empezarían a diluir con gente que saluda, con gente positiva y acogedora. Contra eso que no nos vacunen.