GRACIAS Y DESGRACIAS DE LA COMUNICACIÓN DIGITAL
A pesar de que hace más de 30 años uso el computador personal, de que cuando viajo llevo un portátil y de que me uní a regañadientes a Facebook, hace algún tiempo me estoy sintiendo como un dinosaurio después de perder por quinta vez mi teléfono inteligente y de negarme a reemplazarlo. Empecé a notarlo porque muchos amigos me han buscado inútilmente y cuando han vuelto a encontrarme, gracias al azar, me dicen que me han enviado muchos mensajes y que yo no respondo.
El último teléfono inteligente lo perdí hace un año. Confieso que me sentí aliviado porque con solo oír sonar su alarma me ponía nervioso. Sin embargo, las consecuencias de esta pérdida han sido cada vez más tragicómicas.
En junio de 2017, la Orquesta Filarmónica de Medellín me invitó a participar en un evento cultural programado para julio. La invitación me llegó por correo electrónico. Yo les respondí de inmediato. El evento lo aplazaron varias veces. En octubre, descubrí que los funcionarios de la Orquesta trataban de comunicarse conmigo hacía tiempo por un teléfono inteligente usando WhatsApp mientras yo hacía lo mismo usando Gmail. Solo pudimos reencontrarnos en noviembre.
En febrero, una organización de periodistas me otorgó una distinción. Yo recibí su mensaje por Gmail el mismo día de la ceremonia y no pude viajar a recibirla porque me hallaba fuera de Medellín. Días más tarde descubrí que los organizadores me habían escrito hacía un mes usando el Messenger de Facebook. Revisando el buzón de correo de esa red social encontré, perdidos, más de 100 mensajes de mis amigos.
Este mes, la Asociación de Facultades de Comunicación Social me invitó a participar en su encuentro anual, programado en Cali. Me enteré de la invitación gracias a uno de sus decanos. Él logró comunicarse con mi esposa a través de su teléfono inteligente usando WhatsApp. Mi viaje fue una suma de equívocos: los pasajes me llegaron por Gmail apenas 12 horas antes; cuando ya tenía listo el equipaje aun no sabía en qué hotel me iba a hospedar; en Cali me demoré casi una hora buscándolo; cuando lo encontré, no había reservación porque no había internet...
Al anochecer, cuando por fin hallé un hotel con alojamiento disponible, en el fondo oscuro de mi maletín encontré un teléfono celular de segunda generación que se me había perdido hacía tiempo. Apenas pude cargarlo, para comunicarme con los organizadores y averiguar dónde era el encuentro tuve que pedir ayuda para poder hacerlo por WhatsApp.
El hallazgo del teléfono fue mi tabla de salvación. Llegué a tiempo a la conferencia. Pero el video programado para mi intervención no se pudo proyectar. Los periodistas que lo prepararon con esmero en Medellín, lo editaron en equipos Apple y los proyectores eran de ambiente Windows...
El tema de las conferencias era el apocalipsis de las redes sociales. Allí me di cuenta del impacto pavoroso que internet ha tenido en nuestras vidas. Comprendí los cambios que se han producido a una velocidad de vértigo en las formas en que los seres humanos nos comunicamos. Gmail es cosa del pasado. Facebook, también.
Gracias a los avances de la informática, que permiten reprogramar los itinerarios al instante para maximizar las ganancias de las aerolíneas a costa del maltrato de sus viajeros, mi regreso a casa fue igual de incierto. Mi vuelo lo aplazaron cinco veces. Para llegar a Medellín, tuve que viajar hasta Bogotá. El viaje duró más de 10 horas.
Apenas crucé la puerta de mi casa, miré el teléfono mudo que ya no suena casi nunca y pensé en los cajeros electrónicos que ya hablan. También imaginé el día en que, gracias al nuevo internet de las cosas, las neveras y los hornos de las cocinas empiecen a hablar.