Columnistas

Hay que ser padres valientes

18 de abril de 2016

Nadie duda que para ser buenos padres se necesita una inmensa dosis de amor, paciencia, generosidad, madurez, comprensión, flexibilidad... para mencionar solo unos cuantos atributos. Pero quizás lo que más necesitamos para formar hijos dotados de las virtudes y capacidades que les permitan convertirse en buenas personas es tener la valentía para exigirles que hagan lo que deben, aunque les moleste y a pesar de lo desagradable que sea para ellos... y para nosotros.

La paternidad es un compromiso que nos coloca a diario en situaciones que requieren mucho valor para no tomar el camino fácil y privar a los hijos de los límites que son fundamentales para que se rijan por las normas, principios y valores que les inculcamos. Por ejemplo, se necesita valentía para no darle a los hijos nada que no se merezcan aunque nos rueguen que se los compremos; para no solucionarles sus problemas cuando deben pagar por sus errores; para no darles nada que no se merezcan así “todos lo tengan”; para no permitirles ir a la fiesta en la que no habrá adultos que los controlen aunque sean “los únicos que no asistirán”; para no pagar la fianza y evitar que los arresten cuando infringen la ley para que aprendan que sus errores tienen amargas consecuencias.

Lo que necesitan los hijos no son padres complacientes que vivan dedicados a complacerlos y solucionarles todos sus problemas. Lo que precisan es padres valerosos, capaces de cuestionarnos y de tener la fortaleza para comprometernos tan seriamente en su formación que hacemos todo lo que es necesario para que se conviertan en personas correctas y bondadosas, por difícil que pueda ser para ellos y para nosotros.

A decir verdad, para lo que se necesita más valentía a la hora de criar a los hijos es no caer en el error de inventarnos toda suerte de justificaciones que nos permitan decirle a los hijos “sí” cuando en el fondo del alma sabemos que debemos decirles “no”. Es urgente procurar que lo que les damos a los hijos no sean privilegios inmerecidos para remediar las carencias que les dejamos por nuestras debilidades y así perpetuarlas en nombre de una “bondad” mal interpretada para aliviar la culpa por no proveerles lo que ellos más precisan: presencia y ejemplo.