Columnistas

Inciso sobre “Carta a García”

19 de agosto de 2015

El soldado Rowan llegó en canoa a la costa cubana. En su pecho, protegido en impermeable, llevaba un mensaje confiado por el presidente norteamericano William McKinley para entregar al general Calixto García, jefe de los rebeldes cubanos. Estos luchaban para independizarse de España y contaban con ayuda de Estados Unidos. Era 1898.

Nadie sabía dónde estaba García, emboscado en las montañas. Rowan, sin ninguna orientación y en medio de la guerra, recorrió la isla a pie de costa a costa. Al cabo de tres semanas cumplió su cometido. Al año siguiente el escritor y filósofo Elbert Hubbard escribió su ensayo “Carta a García”, que inmortalizó la proeza.

Muchos analistas han adulado la obediencia ciega del soldado, su tenacidad, su astucia, virtudes muy acordes con la predilección calvinista norteamericana. No obstante, fue el mismo Hubbard quien aportó el ángulo exacto de valoración: “las gentes que nunca hacen más de lo que se les paga –escribió-, nunca obtienen pago por más de lo que hacen”.

Esta perspectiva rompe precisamente con el cálculo milimétrico de quienes adoran el mercado. Para estos el salario es moneda que compra el tiempo del trabajador. Tanto la moneda como el tiempo han de ser tasados con rigor matemático: a tantas horas, tanto sueldo. Como sucede con cualquier transacción comercial.

Así las cosas, cualquier trabajador contratado por determinada paga sería tonto si se excediera en esfuerzos y dedicación sin haber acordado antes un reajuste compensatorio. Pues bien, el soldado Rowan no mide ardor ni sudor. Un extraño motor sin cronómetro ronronea en su corazón, cerca de donde custodia la carta.

Marcha íngrimo, entre cielo y suelo, agitándose como responsable único del destino del mundo. Es un artista, trota descubierto bajo las tormentas de dios. Su osadía no tiene precio, no la puede pagar nadie. Él es su propio salario. Ni el presidente de su país es suficientemente poderoso para recompensar ese combate singular de Rowan vs. Rowan.

Al cabo de su misión, el mensajero es enorme. La historia rendirá acta de su estatura de estatua. Hoy, cuando sus sucesores marines izan en Cuba la bandera por la que se esforzó, vale la pena conferirle un pago de siglos, pues hizo más de lo que se le pagó.