Columnistas

incultura ciudadana en nuestras venas

13 de enero de 2017

En países desarrollados, y con esto no quiero decir países ricos, el asunto de las basuras es cosa solucionada; hay unos protocolos interiorizados para ese cuidado. En esas culturas es impensable que alguien ingrese al transporte público por la puerta de atrás. No se da el usuario que lo haga, ni el conductor que lo permita. Igualmente, nadie puede pretender que los autobuses le paren diez metros antes o más allá de la parada establecida. Los que van en bicicleta -un modo cada vez más utilizado- son cuidadosamente protegidos por transeúntes y conductores de vehículos automotores.

En escenas tan cotidianas como estas se evidencia el nivel de cultura de las comunidades. Nuestras prácticas muestran otra idea desconectada del colectivo, que avergüenza y deprime. El descontrol con los residuos sólidos es claro espejo de nuestra indisciplina ambiental. Sorprende observar, por ejemplo, que aún en oficinas de alto rango se tiran papeles al piso, así a pasos estén marcadas las canastas del reciclaje. El noticiero CM& publicó recientemente que la Empresa de Acueducto de Bogotá recogió en los últimos meses 15.000 toneladas de basura, arrojada a las vías en los sumideros del alcantarillado. El caso de Medellín no es lejano al de la capital. Las calles casi navegables que vinos a finales de 2016, en el centro de la ciudad, son el resultado del mismo nivel de incultura. En los causes de nuestras quebradas vemos, tirados, colchones, muebles destrozados y escombros.

Es el nivel de ciudadanía el que marca el termómetro de humanidad en las comunidades. Si no hay ciudadanía, surgen variopintos peligros sociales y personales en los colectivos. El punto prioritario a apuntar en los procesos de formación, más que la adquisición de procesos técnicos, tendrá que ser la ciudadanía, el sentido de lo público, lo que persistentemente he llamado el “ser social”. Tampoco es suficiente formar en el respeto por los controles. Si hay ciudadanía, el control es secundario, y debería desaparecer. El comportamiento ciudadano tiene que estar ligado a la sensación de que estamos con otros, que somos con otros; es más, que somos esos otros. Si no hay cultura ciudadana, se da el terreno abonado para la injusticia y la corrupción. Es impensable que alguien que haga gala de cultura pública incurra en actos corruptos o arme argumentos para el fracaso de la justicia. Con sensibilidad ciudadana no hay lugar a las trampas, atajos burocráticos o lobbies para ninguna decisión pública. Cuando hay sentido de ciudadanía no hay espacio para discriminación alguna.

La complejidad de esta pretensión es que no será resultado de corto plazo, como no fue de un día para otro que tocamos fondo. Por eso no es proyecto atractivo para los políticos. Necesitamos, entonces, líderes capaces de pensar más allá del término de su gestión, y, a su vez, con dignidad, elegancia y respeto para aplaudir y continuar los buenos proyectos trazados por sus antecesores. En nuestra ciudad ha habido desafortunados ejemplos de excelentes programas truncados por celos partidistas.

Los resultados de las pruebas Pisa 2015, revelados por la OCDE, mostraron mejoramiento considerable en Lectura, Ciencias y Matemáticas. Lo deseable sería que los puntos ascendidos en ese escalafón fueran en cultura, en crecimiento de ciudadanía, y no sólo en instrucción. La mera instrucción no sirve de mucho. Tenemos profesionales muy calificados, pero bárbaros en su calidad humana.

Estoy seguro que lo podemos lograr. Como observaba un columnista de este diario, la solidaridad con el fatal desenlace del equipo Chapecoense fue una señal animadora de lo que podemos llegar a ser. Eso también está en nuestras venas. Falta avivarlo.