Columnistas

Instintos

24 de octubre de 2017

La noche del sábado 14 de octubre confluyeron en Medellín los dos instintos más contradictorios que existen: el instinto de vida y el instinto de muerte.

Esa noche se celebraba un festival llamado Instinto de Vida, una reunión convocada por el movimiento latinoamericano que lleva el mismo nombre, que tiene como propósito hacerle entender a la gente que el homicidio no es justificable y que se debe dejar a un lado esa desidia frente a la muerte.

El lugar escogido era el patio central del parque cementerio San Lorenzo, arribita de Niquitao, un sector de la ciudad que ha conocido como ninguno las afugias de la muerte y que siempre va a necesitar tanta vida como pueda. Hasta ahí, todo bien, todo al pelo para un buen momento.

Paradójicamente, mientras la vida conquistaba las almas de los asistentes, la muerte se metió sin ser invitada para hacer de las suyas. A Yasser Alberto Murillo, de 17 años, lo mataron en pleno evento sin consideración ni arrepentimiento alguno. ¿Quién era? Pues un pelao más al que esta ciudad le dio la espalda, como dijo alguno de los organizadores del evento.

Su camino hacia la muerte comenzó en el parque San Antonio del cual huyó perseguido por sus verdugos hasta el cementerio San Lorenzo donde creyó resguardarse en medio de la multitud. Allí, a pesar de la buena vibra de los 4.000 asistentes, no hubo forma de brindarle protección a su vida. Mientras el grupo Niquitown cantaba, un borbollón de cinco contra uno mostraba cómo le daban puñaladas y machetazos contra una reja a Yasser.

Probablemente, su partida de defunción se limitó a decir que murió de una puñalada en el tórax y en la zona abdominal derecha, además de un golpe de machete en la pierna derecha. ¿Autores? “emprendieron la huida con rumbo desconocido”, como informó el reporte del Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia.

“El último suspiro de vida del muchacho (Yasser) se quedó entre nosotros y también el dolor de tener que despedir un ciudadano que, aunque pudo haber cometido errores, no merecía ser asesinado”, decía un comunicado entregado por los organizadores del festival.

Créalo, ese asesinato no fue un asunto del destino ni mucho menos una trágica casualidad. Fue sin más ni menos la representación patente de la sociedad que hemos construido en la que la cultura de la vida vale mierda y la de la muerte es cotidiana.

Eso duele, pues esa es la historia del Medellín que hemos construido desde hace muchos años: una ciudad donde los pelaítos no duran nada. La misma a la que le ponemos paños de agua tibia buscando dar por superado el instinto de muerte, amparándonos en la innovación, la educación o en cosas tan efímeras como decir que somos un espacio para la vida, sabiendo muy bien que todos somos altamente vulnerables, porque no tenemos ni la mínima consideración: la del respeto por los demás, por el ser. El mismo respeto que nos debe llevar a exigir justicia y políticas públicas donde sí se prepondere por encima de todo la vida de las personas y se aniquile de una vez por todas, con hechos reales y tangibles, con acciones sólidas y concretas, el reflejo condicionado que lleva a apretar con tanta facilidad un gatillo o hundir en un cuerpo un cuchillo. Esa será la única forma para que el instinto de vida supere al de la muerte.