Columnistas

Juegos de paz

29 de julio de 2015

¿Habrá algún niño que no sepa jugar a la guerra? ¿Alguno que no esté familiarizado con las armas de juguete, los soldados de plomo, los videojuegos e imágenes bélicas en cine o televisión? “Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena...”.

¿A quién le han enseñado a jugar a la paz? ¿Es ‘paz’ el antónimo de ‘guerra’? ¿Qué entendemos por ‘paz’?

Parece sencillo hablar de guerra –no así de sus causas– porque crecimos en un país inmerso en ella. Hemos visto su materialización. Contamos con numerosos referentes concretos (imágenes de armas, dolor, miseria y sangre). Han polarizado nuestra mirada con las figuras del héroe y del villano.

En las ciudades hemos aprehendido formas culturales de anular al “enemigo”, al otro que piensa distinto. El mecanismo de defensa por excelencia (la indiferencia) viene siendo desplazado por el clamor de guerra. En ambos casos el resultado es el mismo: ignorar la vida y, si es necesario, la muerte ajena.

La guerra es real. Palpable.

La paz tiene varios factores en contra, entre ellos –me permito subrayarlo– su carácter abstracto. Tal vez, el acto simbólico más “tangible” que conocemos de la paz lo ha fomentado la Iglesia católica en el ritual de las paces (a veces desfigurado por uno que otro aséptico “impoluto”, que evita tocar a los demás en la misa).

¿Existe alguien en Colombia que haya “vivido” la paz en nuestro territorio durante las últimas seis décadas? ¿A qué se parece la paz? ¿Podemos hacer un acuerdo colectivo de cómo la percibimos y cómo construirla?

Esta noche, el Museo Casa de la Memoria (un lujo que tiene Medellín, a la par con las grandes ciudades del mundo que han aprendido lecciones de su pasado) abre la exposición “Paz. ¡Creer para ver!”, una propuesta artística y lúdica, con un marco histórico construido en colaboración con las ciencias sociales. Se trata de varias galerías pedagógicas que narran y analizan diversas iniciativas de desarme, reinserción y reconciliación locales, nacionales, y de otros países del mundo: Irlanda del Norte (duración del proceso de paz: veintiún años), Guatemala (diez años) y Sudáfrica (cinco años), entre otros.

La muestra está complementada con juegos y actividades que plantean una reflexión moral indispensable: ¿Yo qué tengo que ver con la paz?

“Abogar por la guerra es seguir pensando que podemos poner en un escenario de muerte a los más pobres, librarla a costa de ellos [...] los ejércitos no están conformados por los hijos de los dirigentes o empresarios”, dice Lucía González, directora del MCM.

La nueva exposición del MCM facilita un trabajo formador que padres de familia, colegios e instituciones educativas tenemos pendiente: hablar de paz con los jóvenes. Imaginarla. Debatirla. Construirla. Los acuerdos de La Habana serían firmados entre el Gobierno y las Farc, pero somos nosotros, los ciudadanos, quienes tenemos el compromiso de erigir una sociedad equitativa y respetuosa.

Es la hora de aprender ese juego que nunca nos enseñaron .