¿JUSTICIA O ESCARMIENTO?
Fue noticia la elevada condena impuesta –el 25 de marzo– por el Juzgado 10º Penal del Circuito de Bogotá, contra el exmagistrado Francisco Javier Ricaurte Gómez por los delitos de concierto para delinquir, cohecho por dar u ofrecer, tráfico de influencias de particular y utilización indebida de información oficial privilegiada; en total 230 meses de pena privativa de libertad (más de 19 años), 485 salarios mínimos como multa acompañante e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas por 115 meses. La explicación del juez es simple: “[...] para enviar un mensaje al conglomerado social... para que se dé cuenta (sic) que la ley se aplica de forma igual para todos sin importar la calidad del sujeto sometido a la misma” (folio 188).
Por eso, no es de extrañar que las imputaciones de la Fiscalía sobre las cuales se edifica el fallo hayan sido infladas y gaseosas, todo lo cual evidencia que faltó investigar con seriedad los graves hechos; se optó, pues, por el camino más sencillo: redactar proveídos para la tribuna y, mediante la ejemplarización, cosechar aplausos. Desde luego, el desaforado monto punitivo se edifica sobre un concierto para delinquir agravado inexistente (¡hoy a nadie se le niega!), cuando se parte del supuesto de que él era uno de los líderes y a la vez integrante de la misma asociación delictiva supuesta; con ello se confunden eventos de participación criminal en varias conductas punibles con un delito específico que supone un atentado contra la seguridad pública, bien jurídico protegido solo concebible cuando la conducta del agente suponga un peligro para la generalidad de los habitantes del Estado y, además, toque con la protección de los intereses inmediatos de cada ciudadano.
Así las cosas, lo que en principio condujo a hablar de un concierto para delinquir simple se agrava para poder duplicar la pena que, ahora, se toma como base para realizar el proceso de tasación punitiva; y, como alguno de los delitos es de sujeto activo calificado (servidor público) al procesado se le condena como “interviniente”, pero la rebaja punitiva de la cuarta parte no se tiene en cuenta. A renglón seguido, como se habla de un concurso material heterogéneo de conductas punibles (alguna de ellas en concurso homogéneo), tampoco se aplican en debida forma las reglas propias en esta materia para hacer la tasación.
Desde luego, todo lo dicho no puede hacer olvidar los vergonzosos hechos juzgados que muestran a una administración de justicia penal en algunas de cuyas esferas todo se compra y se vende ante el silencio cómplice, o el actuar interesado de infectos empotrados en ese aparato burocrático. Pero eso no significa que se puedan rebasar los principios limitadores de un derecho penal de garantías consagrado en la Constitución, para dar paso a un sistema penal vengador que genera escandalosas desigualdades: mientras a los patibularios paramilitares se les imponen penas privativas de la libertad mínimas y a los de las Farc –también incursos en crímenes de lesa humanidad– ni un solo día de ellas, a un corrupto se le administran largas penas de prisión.
En fin, con la advertencia de que la condena ya dicha es una buena noticia para el conglomerado, no deja de ser muy desafortunado que un fallo como este se edifique de cualquier manera y al reo se le castigue no por lo que hizo, sino por lo que se cree o supuso que hizo. Flaco servicio, entonces, se presta a la Justicia cuando los fallos penales no se edifican sobre bases probatorias sólidas y se acude al escarmiento punitivo y se encubre a otros. Se olvida que, dice un lúcido sociólogo de la Universidad de Düsseldorf, “[...] en su derecho penal, el Estado de Derecho intenta, por tanto, encontrar un equilibrio entre el interés que debe protegerse mediante el castigo y el interés que debe protegerse del castigo” (Michael Baurmann, “Strafe im Rechtsstaat”, 1990, página 114)