LA AMENAZA DE LA ANTIPOLÍTICA
Es clarísimo el contraste entre un Trump empeñado en violentar los límites del sentido común y una Hillary Clinton que personifica el estilo razonable de hacer política. El candidato republicano es el prototipo del antipolítico. La candidata demócrata representa un modo al menos respetable y respetuoso de concebir el poder y el gobierno al servicio de los ciudadanos, con todo y los errores en que haya podido incurrir, que nunca serán peores o más graves que los exabruptos, las impertinencias y las barbaridades de su contendor.
Las convenciones de republicanos y demócratas mostraron los verdaderos soportes partidistas de las dos campañas. En la de Trump brillaron por su ausencia los personajes ejemplares de su partido. En la de la señora Clinton estuvieron todos, hasta el presidente Obama, para asegurarle el respaldo de una formación política institucional y con vocación de poder. Es evidente que el aspirante republicano trabaja sin el apoyo del partido de Lincoln, de Eisenhower, de Reagan, de centros de pensamiento y fuentes ideológicas influyentes. La potencia del dinero y la capacidad de ganar simpatías con un discurso elemental, simplista, emotivo, retador y excéntrico le configuran una fortaleza virtual.
Ya es casi un lugar común advertir que Trump es una amenaza patente no sólo para la integridad y la estabilidad de Estados Unidos, sino para el mundo. Su porfía aislacionista, su rechazo a las relaciones globales hasta con los viejos socios, su racismo visceral, su prepotencia, en fin, retratan a un individuo que aterrizó en el lugar y el tiempo equivocados. Es antipolítico y antihistórico. Construir muros cuando lo que se requiere es tender puentes, aislar un país cuando es apremiante vigorizar el diálogo internacional, rechazar el pluralismo racial, cultural y social cuando priman la complejidad y la diversidad como criterios esenciales de ética política, son disparates inconcebibles.
Trump es una suerte de líder de los antipolíticos de moda, por el estilo del incomodísimo vecino nuestro Maduro en Venezuela, de Pablo Iglesias y Podemos en España, para no mencionar desastrosos ejemplos colombianos que saltan a la vista y que, pese a sus probados desbordamientos y desatinos, tienen la indecencia de dejarse incluir en las encuestas como nuevos aspirantes a la presidencia. Va contra la corriente de la sensatez, la prosecución del bien común, la ética mínima en el pensar y el hacer políticos y, por supuesto, desvirtúa los valores nacionales que han defendido tanto los republicanos de siempre como los demócratas, como lo testimoniaron en los cuatro días de convención en Filadelfia, cuna de las trece colonias que fundaron una nación que, si por desgracia elige a semejante irresponsable, está en peligro de cometer el error espantoso de involucrar al mundo en una tragedia con magnitud de cataclismo.