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La arrogancia es miope

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30 de diciembre de 2016

La arrogancia pasa por los estadios de la soberbia, la presunción, la prepotencia, la altanería, el engreimiento y la vanidad, pero su último destino es la soledad. Y la soledad del arrogante deprime y asfixia. No es una virtud; es más bien el disfraz de los complejos de inferioridad y de inseguridad. No es lo de ostentar, porque el arrogante se derrite con facilidad. La arrogancia es cuna de muchas deficiencias, pero, sobre todo, del fastidio y el empequeñecimiento. La arrogancia no solo es miope, es ignorante. Es una venda que no permite ver las propias limitaciones.

Lejos de la sana autoestima -que se refiere a la confianza en las capacidades personales-, los arrogantes tienen una percepción agrandada de sí mismos. Por eso creen merecer reconocimientos y privilegios sobre el resto de los mortales. Para ellos es un valor ser aceite entre el agua, no mezclarse, no untarse. Entonces, perciben a la gente sencilla con un matiz despectivo. Tienen un perímetro de amistad limitado, no solo porque ellos así lo construyen de forma altanera, sino también por el efecto de distancia y fastidio que generan. A no ser que emerja un interés particular, nadie quiere estar en su radio de acción.

Los arrogantes se pavonean, prevenidos, siempre alertas de no bajar el tono de su imagen. Creen tener la última verdad, estar versados en todos los asuntos. No tienen en cuenta, por eso, las opiniones ajenas. Pero, aunque no lo admitan, se equivocan reiteradamente. Los arrogantes no saben de sencillez, humildad o modestia. Esas son para ellos atributos de cursilería. Como creen que todo lo saben y todo lo tienen, clausuran las puertas para nuevos horizontes, para nuevas posibilidades en lo personal y en el entorno que habitan.

El otro lado la moneda está en la elementalidad. Fernando González reiteró en sus escritos las virtudes de este perfil de humanidad. Ahí está la sabiduría, el profundo conocimiento de lo que en esencia somos. La persona elemental y sencilla es un manos abiertas, una escena de acogida; siempre será accesible para todos. Quien hace gala de la elementalidad procede con racionalidad, sabe esperar, sopesa posibilidades y percepciones, no tiene prisa, no se esfuerza por presumir; camina con libertad, con soltura, con autenticidad; no estira el cuello para nadie, ni siquiera cuando los vientos parezcan estar a su favor. Si repasamos la historia de la humanidad, la mayoría de los personajes que han trascendido, los sabios, esos mojones a los que seguimos acudiendo como paradigmas, han vivido como quienes pasan de largo el reconocimiento y alarde de sus talentos y excepcionalidades.

Un buen propósito para el nuevo año es adelgazar la arrogancia que se aloja en nuestros modos cotidianos. En cuántos rollos complejos nos hemos enredado por la persistencia de comportamientos vanidosos que nos han vedado el objetivo mayor. Lo deseable es que esa Paz que se firmó con tantos esfuerzos, cortapisas y obstáculos, no sea una inocentada más para la historia de Colombia, sino la primera piedra en la construcción de nuestro sueño más loable: recuperar la senda para llegar a lo que podemos ser, con lo que nos prodiga la excepcional geografía que habitamos, nuestra fauna y flora y, sobre todo, el carácter y la capacidad para forjar el nuevo país.

La arrogancia es contraria al genuino sentido de la política, porque la política, como la palabra lo dice, hace referencia a la polis, a la ciudad, a lo colectivo, a lo solidario, y no a la figura, a la pose y el ademán del interés particular.