LA CICUTA PRESIDENCIAL
Es vergonzoso, por decir lo menos, que un presidente de la República diga en el seno de una Universidad como la Javeriana que él puede hacer lo que “le dé la gana” como sucedió, hace unos días, cuando a Santos se le cuestionó sobre la redacción de la pregunta confeccionada para el mal llamado plebiscito.
Y la inquietud entonces formulada persiste porque el “inocente” interrogante que –cual rumiantes conducidos al matadero– tenemos que responder mediante un sí o un no, no es diáfano: “¿Apoya usted el acuerdo final para terminar el conflicto y construir una paz estable y duradera?”. Allí se involucran dos verbos distintos: uno, apoyar, esto es, como dice el léxico, “favorecer, patrocinar, ayudar”; y otro, aprobar, que es “calificar o dar por bueno o suficiente algo o alguien”.
Por supuesto, ningún ciudadano de bien cansado de las atrocidades de la guerra y de ver correr ríos de sangre, podrá decir que no “apoya” semejantes acuerdos, porque cualquier avance en esta materia –por malo que sea– es bienvenido; lo hace porque, salvo que se trate de los amantes y administradores de la barbarie, quiere ver en paz a su dolido país.
Pero así en apariencia debamos responder si favorecemos, patrocinamos o ayudamos ese pacto, el interrogante –que fue redactado por un cerebro avieso y muy proclive a engañar–, busca es que todos aprobemos el Acuerdo Final y algo más que no se dice de forma explícita.
En efecto, Santos y su cohorte de burócratas aliados con la agrupación criminal favorecida, también quieren que demos por bueno y suficiente el macabro Acto Legislativo 01 de siete de julio de 2016 (¡Hitler en 1933 hubiera disfrutado mucho con un texto constitucional habilitante como este!), en el cual se dispone: “El presente acto legislativo rige a partir de la refrendación popular del Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” (artículo 5°). ¡Cuando digamos sí, ese esperpento y el “¡Acuerdo Final”, serán derecho positivo y, por ende, la nueva Constitución Nacional!
Con esa normatividad, que nadie menciona (acorde con un cuidadoso manejo mediático y propagandístico como se hizo en las épocas del nacionalsocialismo o del fascismo), el presidente asume las riendas de todo y los jueces (suplantados por un tribunal confeccionado por las Farc y en su mayoría nombrado por extranjeros) y legisladores quedan en sus astrosas manos.
Allí, se diseña un “procedimiento legislativo especial para la paz” que, extensible hasta un año, no solo suspende el rito constitucional ordinario en esta materia sino que permite al gobernante controlar todo el trámite legislativo, en las peculiares condiciones en él señaladas (artículo 1°); el asunto es tan grave y resbaladizo, que los proyectos de ley o de acto legislativo gubernamentales tramitados “solo podrán tener modificaciones siempre que se ajusten al contenido del Acuerdo Final y que cuenten con el aval del Gobierno nacional” (literal h).
Además, el artículo 2° inviste al primer magistrado de facultades omnímodas para expedir, durante seis meses, decretos legislativos para “la implementación” y “el desarrollo normativo del Acuerdo Final”; mientras que el artículo 3° diseña un plan de “inversiones para la paz” que, por veinte años, institucionaliza la apetecida mermelada. Y, en fin, el afrentoso artículo 4° que –con apenas dos debates– pisotea la Carta Fundamental, torna al Acuerdo Final en norma constitucional y en “Acuerdo Especial” en los términos de los Convenios de Ginebra.
El mandatario dice, pues, que puede hacer lo que quiera porque está ad portas de tornarse en el dictador de una república bananera, como esa que retrata Miguel Ángel Asturias en su novela protesta “El Señor Presidente”; para ello, solo se requiere que todos emitamos un sí por convicción, dinero, persuasión, extorsiones, mentiras, engaño, sensiblería, etc., que aprobará estas y otras inconcebibles y groseras tropelías. ¡Al final, ténganse todos muy finos, vamos a ingerir la misma cicuta que mató a Sócrates!.