LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA
Los judíos hicieron de las palabras de Jesús toda una lectura materialista: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” Como la samaritana: “¡No tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo¡” (Juan 4, 11). Y como Nicodemo: “¿Es que un hombre ya viejo puede entrar otra vez en el seno materno?” (Juan 3, 4). Jesús ha de responder: “El Espíritu es el que da la vida; la carne no sirve para nada”.
Los cristianos corremos el riesgo de quedarnos en el signo (la comunión sacramental) y no alimentarnos de Jesús en nuestra vida de cada día. La comunión con Dios no es un idilio místico ni un hilo de amor invisible. Toma cuerpo en la vida: “Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo porque yo hago siempre lo que le agrada e él”. (Juan 8, 29).
La Eucaristía es el pan de los pobres, escondido a los sabios y entendidos y revelado a los humildes (Mt. 11, 25. 29). Los sabios y entendidos especulan como Nicodemo, la samaritana y los judíos sobre el “cómo”. Los sencillos se fían de Jesús: comen y beben y tienen vida. “El rico empobrece y pasa hambre; a quien busca el Señor, nada le falta” (Salmo 33).
Comer la carne y beber la sangre del Hijo del hombre, quiere decir comulgar con total realismo con el Jesús histórico concreto e irrepetible, en la debilidad de su carne y de su muerte cruenta. Este es el pan que ha bajado del cielo. Sólo el que come de él vivirá para siempre. Estos motivos son muy importantes, pero el Señor añade otro más: el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él; como Jesús vive gracias al Padre, que lo ha enviado, así los que comen a Jesús vivirán gracias a él. Comer y beber es, pues, el camino de la “comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo”. (1Juan 1, 3). Como Jesús se alimenta de la voluntad del Padre, es decir, la cumple, así el creyente en Jesús se alimenta de Jesús.