La cosecha
Mis abuelos paternos vivieron toda su vida en una finca. Allí trabajaban el campo y tenían vacas con nombres que a mí me hacían pensar en mutaciones extrañas. En aquel entonces no sabía que era posible ponerle, por ejemplo, “Mariposa” al cuerpo de una vaca, no me cabía en la cabeza cómo alas tan diminutas soportaban el peso de un cuadrúpedo de esos. Yo crecí pensando que el campo era un lugar donde pasaban cosas maravillosas, no de otra forma, familias con un montón de hijos salían adelante. La tierra daba todo para que ninguno muriera de hambre.
Lastimosamente cuando la guerrilla y los paramilitares jodieron el campo, muchos campesinos tuvieron que elegir la ciudad como destino para sobrevivir un poco más. Muchos murieron deseando regresar, otros valientes, o tercos, se quedaron, los hijos de aquel entonces crecieron creyendo que el campo era sinónimo de pobreza.
Y pienso hoy en el campo porque si hay algo que vale la pena en este país son los ríos, los montes, los prados y ese verde que en Colombia, como diría el poeta Aurelio Arturo, “es de todos los colores”. Y pienso hoy en el campo porque esta semana leí la novela de un joven escritor colombiano quien, al mejor estilo de un Mario Escobar Velásquez o un Tomás González, despliega en sus páginas la cadencia y la armonía, la complejidad y la dureza de una historia rural, algo poco común en las nuevas generaciones de escritores, todos tan urbanos, tan criados sobre el cemento, sin que esto sea, obviamente, algo peyorativo.
“La cosecha”, del escritor bogotano Felipe Martínez, nos cuenta la historia de Enrique Osorio, un hombre que ha decidido renunciar a su trabajo en la ciudad y se ha ido a vivir al campo con su hija María de 13 años, quien ha sobrevivido a un accidente de tránsito donde murió su madre. Ambos vuelven a esa finca que hace parte del pasado de Enrique porque creen que en el campo, tal vez, pueden florecer nuevamente sus vidas. “Ahora vamos a empezar a vivir de sembrar matas y de la plata que quedó después de vender las cosas. Mi papá es bueno sembrando”, escribe María en su diario, un diario que ahonda en el interior de una niña que poco a poco asume las cicatrices que han quedado en su rostro después del accidente, pero también trata de entender la transformación de su cuerpo y de la nueva vida que tendrá que enfrentar mientras asume su entorno. “Y entonces me doy cuenta de que el mundo debe también acostumbrarse a mí, sabiendo que he cambiado, que ya no existo más como era antes”.
En esta novela una buena cosecha es el objetivo, es la salvación, es lo único que puede redimir a Enrique y a María de la tristeza, la desolación, la melancolía y la nostalgia, pero este noble propósito terminará por ponerlos al límite como seres humanos