Columnistas

La crisis de la Constitución de 1991

08 de agosto de 2021

Por Jesús Vallejo Mejía

www.javalmejia.blogspot.com

Un texto de Carl J. Friedrich acerca del constitucionalismo y su conexión con el régimen democrático dice: “El constitucionalismo es probablemente la gran conquista de la civilización moderna, sin la cual poco o nada del resto es concebible”. A partir de ahí, bien podríamos considerar que la crisis constitucional entraña, ni más ni menos, una crisis de civilización.

El constitucionalismo corona un largo y proceloso tránsito de las sociedades hacia la institucionalización del poder, que lo somete a reglas que controlan y racionalizan su ejercicio en función del bien común y la garantía de los derechos fundamentales de sus integrantes. A través de su implantación, el gobierno deja de regirse por la arbitrariedad de los hombres que lo ejercen, para que, en su lugar, prevalezcan las leyes.

Ello implica el respeto por la Regla de Derecho o el Imperio de la Ley. La Regla de Derecho debe formularse desde luego por quien tenga autoridad. Es acto de voluntad, mas no de cualquier voluntad, sino de la que esté legitimada para cuidar de los asuntos de la comunidad, y debe además ceñirse a los dictados de la razón, que explora con sentido de justicia las necesidades de la convivencia humana. Su interpretación y su aplicación práctica deben guiarse con los mismos criterios: la instauración de lo justo en las relaciones recíprocas de la comunidad con sus integrantes y las de estos entre sí.

¿Qué sucede si se pierde el respeto por la Regla de Derecho? ¿Qué se sigue para las comunidades si en su formulación, su interpretación y su aplicación desaparece la idea de lo justo? ¿Qué ocurre si en esos tres momentos prevalece la arbitrariedad, si en ellos reina tan solo la voluntad, emancipada del freno o el impulso de la racionalidad y sometida tan solo al deseo, el interés, el provecho y hasta la pasión de unos pocos?

La crisis constitucional, y con ella la del derecho, parte precisamente del olvido de estas nociones elementales.

La crisis se pone de manifiesto de muchas maneras. Señalaré dos: a) cuando la normatividad no satisface las aspiraciones que la han motivado; b) cuando se distorsionan su interpretación y su aplicación de tal modo que se desvirtúa su sentido originario.

¿En qué estado nos encontramos hoy, una vez transcurridos treinta años del enunciado de lo que se nos ofrecía como una promisoria carta de navegación hacia el futuro?

En ese futuro estamos y no es lo feliz que se nos predicaba.

Señalaré que la interpretación y la práctica de la normatividad constitucional han sido objeto de graves distorsiones.

Ese deterioro es palpable y gravísimo en lo que atañe a la Corte Constitucional, a la que el artículo 241 de la Constitución Política le confía la guarda de su integridad y supremacía “en los estrictos y precisos términos” que detalla el texto en mención.

Los magistrados que la componen prestan solemne juramento de cumplir este y los demás artículos de la Constitución, pero, al parecer, no los leen o rápidamente olvidan su solemne juramento, pues a menudo, para decirlo con crudeza, le tuercen el pescuezo a aquella para ponerla a decir lo que no dice.

Los magistrados han urdido una entelequia que denominan los “principios basilares” que configuran el “espíritu de la Constitución”, muy parecido a las entidades fantasmagóricas que invocan los médiums en sus sesiones. Como si fuesen apóstoles de nuevos credos, atan y desatan a su amaño las causas que se someten a su dictamen constitucional, haciendo de la interpretación no un acto de conocimiento racional, sino de cruda y arbitraria voluntad. Para darle apariencia racional, a menudo se hincan en la ideología, a la que le asignan un rango supraconstitucional. De ese modo, les imponen a las comunidades creencias que ellas probablemente no compartirían si se les pidiera su aprobación