LA DESCONEXIÓN FRANCESA
Por KAMEL DAOUD
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A pesar de toda la charla sobre los escándalos de Fillon, las grandes perspectivas de Emmanuel Macron o el ascenso de última hora de Jean-Luc Mélenchon, la mayoría de los comentarios sobre las elecciones francesas sigue siendo esencialmente una preocupación: ¿podría Marine Le Pen convertirse en presidente?
Tanto en la conversación casual como en la cobertura especializada, en Francia, Europa y otros países, la respuesta a esta pregunta es a menudo sorprendentemente presuntuosa: Le Pen llegará a la segunda vuelta de las elecciones, pero no se convertirá en presidenta. Casi nadie parece contemplar la posibilidad de que ella gane, con una mayoría simple, en la primera ronda de votaciones de este domingo. La mayoría de las encuestas prometen la perspectiva tranquilizadora de un duelo final.
¿Por qué? Algunos analistas señalan el pesado equipaje político heredado de su padre, Jean-Marie Le Pen, que dirigió el partido de extrema derecha del Frente Nacional antes que ella. Otros invocan varias imposibilidades matemáticas. En cualquier caso, “Marine Le Pen no será presidente” -la idea se ha convertido en algo común, una especie de verso político, un hábito mental confortable.
Pero oculta una forma peculiar de negación que nadie quiere reconocer como un error posiblemente terrible. Y lleva a esta contradicción: incluso mientras la corriente principal discute la necesidad de movilizarse contra una presidencia de Le Pen -con un “vote utile” o voto útil- descarta la misma posibilidad de que podría ganar, especialmente en el tiempo que siguió al asesinato de un policía el jueves en los Campos Elíseos, por el cual el Estado Islámico tomó responsabilidad.
Esta paradoja es en parte el resultado del feliz recuerdo dejado por las elecciones presidenciales del 2002. En la primera ronda de ese año, Le Pen superó a Lionel Jospin, el candidato socialista, aprovechando el estado de desorden general de la izquierda. Pero el enfrentamiento entre Le Pen y Jacques Chirac, de la derecha principal, se convirtió en una muestra de fuerza por parte de los defensores del pluralismo francés: muchos campos diferentes -la derecha, el centro, la izquierda, la extrema izquierda- se unieron para dar a Chirac una victoria apabullante.
Hubo muchas manifestaciones entonces, y éstas consagraron la estética de un frente republicano que se había unido contra la extrema derecha. También crearon una mitología sobre cómo una ciudadanía podía movilizarse. La negación de hoy es un resultado.
La extrema derecha ahora se ve como un contrapeso, pero aún no como un jugador principal. Traza el terreno del discurso político, establece qué temas serán debatidos y da una voz a las ansiedades de las personas. Pero eso no irá más lejos, o eso se dice. El Frente Nacional existe para despertar temor, no para gobernar.
Esta idea también procede de la representación simplista del supuesto votante promedio francés. Las élites bien-pensantes lo ven a él y a ella como ciudadanos responsables y bien conscientes de lo que está en juego con sus votos: los “nobles salvajes” de la política francesa actual.
Es una noción tan deseosa como la teoría de Rousseau. Los votantes franceses pueden no ser tan nobles.
Entonces por qué, finalmente, es que Le Pen no puede convertirse en presidente? Porque mientras la extrema derecha ha cambiado su rumbo, las élites generales aún se aferran a sus viejas formas de ver el mundo, o imaginar lo que es.
Le Pen iría en contra del curso de la historia, dice el razonamiento, y por lo tanto no puede ser. Este es un final feliz para las élites.