La franqueza de un diario
Mis diarios favoritos son dos: los de Sándor Márai y los de Julio Ramón Ribeyro, ambos los tengo aquí a mi lado mientras escribo esta columna. Puede que no los abra esta vez, me sé de memoria ciertos fragmentos y puedo recordarlos si cierro los ojos y me concentro: “Ayer por la noche mi estado de depresión nerviosa alcanzó el paroxismo. Efecto tardío de las cuatro tazas de café bebidas en el almuerzo. A las diez de la noche sentí algo así como la proximidad de la locura. Nadie con quién conversar. Vertiginosa salida hacia los bares. Reflexiones sobre la soledad” (20 de marzo de 1958). Los diarios de este peruano son tremendos, casi me atrevo a decir que su obra más importante son ellos, a pesar de que Ribeyro era un gran cuentista, uno tan bueno que yo, que no he podido caer en el vicio del cigarrillo, lo pienso seriamente cada que vuelvo a leer “Solo para fumadores”, es un cuento perfecto, provocador, delicioso.
De Márai no voy a citar nada, solo sé que tengo subrayadas casi todas las 219 páginas, y cada que puedo recomiendo sus diarios porque son profundos y se meten con la vejez, la muerte y el suicidio como pocos lo han hecho. Son cortos, dignos de un hombre decepcionado.
Desde hace muchos años a mí me gusta leer más diarios, correspondencias y autobiografías que la misma ficción. Los diarios son sinceros, nadie sería capaz de mentir en un diario y, en esa medida, uno descubre que sin importar quién sea el otro, es un ser humano que vive, y como el papel nunca juzga, pues son terriblemente francos, o así deberían ser. Por años, las mujeres y las monjas se sometían al ejercicio de registrar sus actividades y pensamientos. Lo hacían, en principio, para responder a las órdenes de sus superiores, quienes debían discriminar rigurosamente si, a pesar de posibles desvaríos (consunciones, alucinaciones, visiones, autocastigos, estigmas) su relación con Dios no se perdía. Su extravío físico o psicológico era sometido a la fiscalización del varón superior, obligado a establecer al demonio acechante. Doble moral, un diario espiado pierde la gracia.
Colombia, país mojigato que teme quedar mal con el otro todo el tiempo, no tiene tradición de este género, y por eso son pocos los escritores que aún vivos se atreven a revelar lo que pensaron, así, por momentos, el expuesto sea el mismo autor. Por eso celebro “Lo que fue presente (Diarios 1985-2006)”, de Héctor Abad Faciolince, un libro duro, profundamente sincero, reflexivo, tedioso a veces, como la vida misma, pero, sobre todo, valiente. Desde ya este libro lo sumo a mis dos diarios favoritos y confirmo una vez más por qué HAF no pudo ser otra cosa en la vida que escritor.