La furia del hijo bueno
El Evangelio del domingo es la parábola del hijo malo que obligó a que le adelantaran la supuesta herencia y después de muchas fechorías regresó a casa y fue perdonado por el papá que tenía otro hijo bueno que se llenó furia porque recibieron con júbilo al bandido.
El hijo correcto que cuidaba los bienes familiares cultivó una tremenda rabia contra el facineroso que se apropió del dinero del hogar, extorsionó con el cuento de la herencia, y financió así las barbaridades que la parábola deja a nuestra imaginación: despilfarros, robos, abusos de mujeres, homicidios si quieren, y destrucción del buen nombre de la familia.
Por eso el bueno estalla en indignación al ver que su papá recibe al perverso y antes de oírle pedir perdón lo abraza entrañablemente, le pone el anillo de la familia, le viste de gala y hace una fiesta con el mejor novillo. Enfurecido, no puede aceptar la explicación del padre: “Porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. No va a la fiesta. Y no sabemos si terminó yéndose del hogar, pues no aguantó que se recibiera así al que mereció el desprecio de la gente que le negaba la comida de los cerdos.
En nuestra sociedad colombiana dividida, conocemos esta rabia de “los buenos”. De lado y lado nos consideramos los hijos correctos, convencidos de que nuestra indignación es legítima y que los otros fueron más malos que nosotros y deben ser castigados, y nosotros en cambio reconocidos.
Por supuesto a “la gente de bien” no le gusta que la compare con el hijo furioso de la parábola, pero es que Jesús dice estas cosas a propósito para incomodarnos. Pues la parábola nos confunde por tres cosas.
Primero porque el protagonista de esta historia es el padre Dios misericordioso que toma la iniciativa y sale a encontrarnos a todos con el perdón. Y como dice Pablo en la Epístola, él es quien nos reconcilia consigo, no nosotros, y lo hace en Jesús que nos amó hasta dar la vida por cada mujer y cada hombre, incluidos los que consideramos más malos.
Segundo porque Dios nos invita, mientras estamos vivos, a regresar a una sola familia. La comunidad humana en nuestras sociedades imperfectas. Construida cuando nos recibimos los unos a los otros en la verdad de nuestras acciones, sin excluir a nadie. Por supuesto sin sumergirnos en la impunidad. Pero todos reconociendo el mal que dolorosamente nos hacemos unos a otros. Pecadores que somos.
Y tercero porque el proyecto de Dios es celebrar un gran banquete, con todos y con todas, con nuestras diferencias, más allá de nuestros errores y nuestras estupideces, en la fiesta de la misericordia que jamás tendrá fin.
Por supuesto que si alguien se empeña en quedarse por fuera de esa fiesta, nadie lo va a obligar, ni siquiera Dios mismo que nos hizo libres.