Columnistas

La guerra entre nosotros

02 de noviembre de 2015

La guerra destruye y daña; engendra muerte y odio. Después de décadas sin tregua, la guerra está entre nosotros.

La guerra no ha sido tanto de campos de batalla entre guerreros como de enfrentamientos intestinos y luchas por botines. La escisión maestra de Estado contra insurgencia es tan solo uno de los fraccionamientos que debe ser saneado en el marco del proceso de paz. De hecho, puede ser uno de los más fáciles de resolver, puesto que las partes opuestas han manifestado su voluntad de pactar una salida negociada a la disputa. Los polos no necesariamente se acercarán, pero marcarán reglas de juego para su futuro relacionamiento. El esfuerzo y el impacto de esa decisión y de ese proceso son extraordinarios – no deben ser menospreciados – pero no serán suficientes para reparar a la nación partida.

Además de la ruptura entre gobierno e insurgencia, la vida social, económica y política de nuestro país está trozada por innumerables fracturas que han encontrado un extraño sosiego en la persistencia de la guerra. La guerra ha resguardado y camuflado durante décadas las más variadas antipatías y engaños. Además de dañar y destruir, erigió enemistades de manera amplificada. Más allá de las razones que llevaron a los guerreros a odiarse y a oponerse militarmente, la guerra arrojó un manto siniestro sobre todo tipo de relaciones sociales, engullendo identidades y matices, fabricando desconfianza y polarización, y produciendo justificaciones para los más torcidos y subrepticios medios de relacionamiento social.

Además de conflicto y hostilidad, la guerra también gestó buena parte del mundo de sombras en el que se mueve la sociedad colombiana. La guerra carcomió la capacidad regulatoria del Estado; subvirtió lo público y dio lugar a regulaciones a golpe de bala y amenaza. Personas ajenas a la guerra, emprendedores y vividores, utilizan ese contexto turbio para provecho propio. La guerra es telón conveniente para sus operaciones; después de añares, además de tramoya, la guerra brinda estructura a muchos mercados, tanto legales como ilegales. Los que se creen dueños de esos mercados (o de sus beneficios) tienen intereses en que la guerra siga.

La guerra que se narra en los medios de comunicación en clave de insurgencia y Ejército es de carne, hueso, creencias y sentimientos en lo local. Ahí, la guerra –que no es un campo de batalla al estilo franco-prusiano sino una maraña de amistades, historias, chismes, confianzas, traiciones y odios– ha sido entre conocidos. Si no actuamos para desarticular esos conflictos, nada de lo que se pacte en La Habana ayudará a restablecer un orden social digno de la paz. Los conflictos locales han sido inviabilizados durante años por la retórica del conflicto armado. Cada vez que trasciende un conflicto local ha resultado más fácil ignorar sus causas locales y explicarlo en tono de guerra nacional. La polarización inherente a la guerra nos ha vuelto ciegos frente a los abundantes conflictos locales y sus causas.

El embrollo social que nos deja la guerra es, quizás, más complejo de resolver que la propia confrontación armada. La guerra no se reduce a décadas de beligerancia y matanza entre malos y buenos. La guerra contaminó y partió la vida social. Que los guerreros decidan componer sus relaciones, trazando reglas de no violencia para su contienda, no nos libra al resto de la responsabilidad social de hacer frente a una guerra que también nos engulló.