La ilusión y el pucho de arroz
¿Qué nos hace colombianos? ¿Qué nos identifica como nacionalidad? La respuesta se facilita en tiempos de cambio presidencial, como los que corren. Cada cuatro años, o cada ocho a causa del desatino histórico del nuevo milenio, la realidad categórica nos apachurra como lápida de cementerio.
Intentamos levantar cabeza cada cuatrienio, nos dejamos halagar de la esperanza, votamos por el “menos peor”, atiborramos las redes con videos heroicos grabados con las caras lindas de la televisión. Incluso revivimos las viejas mañas de la militancia: caras severas, marchas con avisos de cliché, bufandas contra el frío y las cámaras de la policía.
En fin, nunca nos damos por perdidos contra los marrulleros de todos los siglos. Pero siempre perdemos. A veces por fraude, a veces por cansancio, a veces porque el “menos peor” no da la talla.
Así las cosas, luego de las refriegas de la ilusión viene la pachorra inscrita en el Himno Nacional. La gloria permanece inmarcesible; el júbilo, inmortal.
La receta la relató en 1956 el príncipe de Lampedusa en su novela “El Gatopardo”: “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Mirando hacia atrás observó también el comportamiento de las guerras, de las que concluyó: “estas batallas en las que se lucha hasta que todo queda como estuvo”.
He aquí la vida de nuestra república, el eterno retorno. Esta es la fragua de la identidad colombiana. De ahí viene la célebre queja de que siempre nos queda faltando cinco pal peso. Los que coronan son los ilegales, de la mafia o de la política. El grueso de la población apenas consigue lo del diario.
El rebusque es nuestra insignia porque cada día es el primero de la creación. Y la creación resulta obsoleta a las veinticuatro horas.
Los ministros son ases para decretar beneficios a los empresarios, bajo el capuchón de ganancias al salario, al empleo, al progreso general. Su lema sigue siendo “la economía va bien pero el país va mal”. Todo cambia para que todo siga igual.
Nos queda un premio de consolación. El desquite colectivo son la familia y la fiesta. En su nicho individualista, todo ciudadano sueña, se parte el espinazo, toma aguardiente, es el más feliz en el país más desigual. Antes de ir al funeral de sus semejantes, ha procurado socorrerlos con la cucharada de sal, aceite y el pucho de arroz.