Columnistas

La “nube humana”

03 de mayo de 2016

Hacen falta apenas cinco minutos para reservar un vuelo a Kuala Lumpur, un hotel o un apartamento en la capital malaya, un transporte al aeropuerto y comprar acciones en la bolsa de Fráncfort. Todo desde el celular y sin necesidad de pasar por los intermediarios de toda la vida. Sin agencias de viaje, costosas llamadas o esperas interminables. La revolución digital está cambiando la forma de hacer las cosas y los periodistas no somos los únicos en sufrir sus efectos. Ya no resulta extraño que alguien reserve un Uber después de cenar para seguir la romería hacia algún club de moda. Tampoco que las vacaciones se planifiquen a través de Booking, Trivago o Airbnb, o que “salgamos” de compras vía Amazon o eBay. Como dictan las leyes de la oferta y la demanda, incontestables en este planeta y me atrevería a afirmar que en todo el Universo, deberemos adaptarnos a los nuevos usos antes de que estos nos devoren por completo. Por eso, los principales bancos del mundo anuncian el cierre de miles de oficinas a las que ya no va casi nadie y despidos masivos de empleados cuyas tareas quedan resueltas en un click por aplicaciones que todos podemos descargarnos en 20 segundos en nuestros dispositivos móviles.

La cuestión es cómo sobrevivir a esta tercera revolución industrial sin perecer en el intento y sin dejarnos por el camino los avances logrados durante dos siglos de luchas por los derechos laborales de millones de trabajadores. Lo primero es admitir los efectos de estos cambios en nuestras sociedades. Aunque muchos auguraban el final de Estados Unidos como potencia predominante a lo largo de este siglo, los gringos van ganando la batalla de lejos. Ni Europa ni China pueden competir por ahora con la decena de compañías que lideran esta revolución, situadas todas en San Francisco, en la costa Oeste de Estados Unidos. Sin embargo, la hegemonía estadounidense en esta gran transformación es tan aplastante como la europea en la primera revolución industrial y genera demasiados interrogantes para los próximos 50 años. ¿Dictará EE. UU. las reglas del juego al contar con el monopolio tecnológico? ¿Se servirá del proteccionismo para preservar su poderío? ¿Podrá resistir el Estado del Bienestar europeo al imperio del individualismo? ¿Acabaremos todos aislados, consumiendo y relacionándonos a través de nuestros móviles?

Millones de pequeñas empresas e incluso sectores enteros dependen de estos grandes “intermediarios” digitales, como el caso de las poderosas industrias turísticas francesa y española, de cuyo pastel se llevan una porción enorme gigantes como Booking sin pagar impuestos en Francia o España. Es necesario regular su actividad y crear alternativas porque ningún monopolio es positivo.

Esta revolución está cambiando además las relaciones laborales. Miles de empresas y millones de trabajadores dependen ya en todo el mundo de plataformas digitales para las que trabajan por horas o por proyectos. Se trata de un nuevo trabajo bajo demanda denominado “nube humana” (human cloud) formado por un ejército de “freelancers”. La prueba de que la “nube humana” es un hecho es que las empresas gastaron el pasado año entre 2.800 y 3.7000 millones de dólares en pagar sueldos de trabajadores y plataformas “online” que actúan como intermediarios de esta nube, según un estudio de la firma Staffing Industry Analysts recogido por El rotativo económico “Financial Times”. Se trata de trabajos más precarios, en los que la vinculación laboral es “virtual” y frente a los que la protección sindical es escasa. Empleos ante los que las empresas ni siquiera tienen que afrontar una baja laboral. Un quebradero de cabeza para los gobiernos de sociedades con sistemas públicos de salud. Una tortura para países con sistemas universitarios punteros pagados con dinero público, que tienen que observar cómo el talento formado con los impuestos de todos “vuela” pirateado hacia California.

Es hora de competir en esta tercera revolución y regularla para preservar los logros del pasado. Trabajar en la nube tiene ventajas –nos ahorra desplazamientos y nos permite la ilusión de ser nuestro propio jefe y hasta trabajar en pijama– pero también sus riesgos. Porque las nubes son gaseosas.