Columnistas

La paz anhelada

09 de julio de 2018

Buscar la paz ha sido un propósito político perseguido en Colombia durante varias décadas. El clamor por la paz existe como reflejo de la guerra. Ante el sufrimiento humano, es natural querer que el conflicto se extinga.

Al menos desde la década de los ochenta, se ha buscado poner fin al conflicto armado mediante procesos de diálogo político entre el gobierno de turno y las insurgencias. Los resultados de esos procesos han sido variados y parciales. Todos han logrado restarle fuerza y sentido a la guerra, en menor o mayor grado; y ese saldo es, en sí mismo, valioso. Todos los procesos (incluyendo la firma de los acuerdos de paz con el M-19, el Ejército Popular de Liberación y el Movimiento Indígena Quintín Lame; los fallidos diálogos de paz de Tlaxcala; o las conversaciones de paz con el Ejército de Liberación Nacional en Mainz y, actualmente, en La Habana) han contribuido a reconocer la guerra y a poner en marcha medidas que tienden a disminuir sus efectos. El acumulado es amplio.

El nudo del problema radica en que, una y otra vez, se ha proyectado como resultado del acuerdo político una paz inalcanzable. La promesa de paz viene cargada de la oferta de soluciones que no son posibles como resultado de este tipo de negociación. La resolución de una escisión del conflicto armado no puede resolver los problemas sociales colombianos ni anular todas las fuentes de violencia.

Los acuerdos con una insurgencia pueden contribuir a detonar ciertos conflictos y promover soluciones a algunos problemas sociales focalizados, pero estos acuerdos (sin importar su ambición) no pueden producir paz. Al colgarle a los procesos de solución política con la insurgencia el peso de la paz, con sus múltiples e idílicos significados, se estructura de entrada su fracaso.

Esa eterna aspiración de vivir en paz produce una ilusión que es aprovechada políticamente para generar movilización, ya sea a favor o en contra de la proclamada paz. La maraña de expectativas y decepciones que se teje en torno a los procesos de diálogo político estructuran una encrucijada que no tiene solución.

A partir de la promesa de las partes que negocian de que el proceso de diálogo traerá paz, quedamos encerrados en un laberinto, con mucha esperanza, pero sin salida. Todos los gobiernos recientes, han hecho uso de esta dinámica: prometen paz, buscan un acuerdo exitoso (o aceptable), lo logran o no lo logran, y viven del intento. Obviamente, la decepción resultante (frente a la paz inalcanzable) es fácilmente capitalizada por los sectores políticos que no participaron en la particular iteración de la promesa de paz.

Las múltiples y variadas insurgencias también han jugado con la promesa de paz. Algunas lo han hecho con pretensión nacional, otras con enfoques regionales y sectoriales. En los momentos de la negociación y, de lograrse un acuerdo, a partir de lo logrado, asumen la representación de intereses sociales y expresan solidaridades, no necesariamente consecuentes con sus acciones, para conseguir mayor peso político. Ellos también tejen poder popular sobre la promesa de la paz.

Actualmente, somos presa de nuestro laberinto sin salida: el gobierno que entra niega los resultados de un acuerdo (parcial e imperfecto, y no por ello menor) entre el gobierno saliente y una insurgencia que apuesta a la legalidad y la política. La paz se hace esquiva y hay vientos de guerra: estamos atrapados, sin salida.