Columnistas

La política a la mesa

27 de febrero de 2018

En Colombia se ha dicho como un consejo, y a veces como una orden, que en la mesa no se habla ni de política ni de fútbol ni de religión. Que esa divina trinidad de la discusión familiar tiene que evitarse, para no enrarecer el ambiente muchas veces hipócrita -y bien nacional- de la risa condescendiente.

Y así se mantiene la forma mientras se esquiva el fondo y, de a poco, se construye una sociedad mayoritariamente timorata, que elude cualquier intercambio de ideas y prefiere ocultar sus opiniones para no incomodar. En fútbol, vaya y venga; en religión, de la mano de cierta imposibilidad para cuestionar los dogmas; y en política, como parte de esa desastrosa tradición nuestra del desinterés por lo colectivo.

La recomendación, más conservadora que inocente, nos ha privado por años de una de las formas más completas y educativas para construir conciencia crítica. Hablar, crear ideas complejas, refutar o reconocer las equivocaciones. El daño es mayúsculo y lo sentimos por estas semanas como parte de ese ciclo repetitivo que significan las elecciones en las que el nivel del debate electoral es de una pobreza descorazonadora.

Las pasiones no les dejan espacio a los hechos. El miedo y el odio son protagonistas, encargados de guiar los debates, luego las decisiones y por último la mano que emite el sufragio. Ahora, además, son aupados por la catarata insoportable de falsedades y mediocridad de Facebook y WhatsApp que no soporta el más mínimo escrutinio. Una burbuja de irracionalidad en la que, por magia virtual, todos parecen compartir opiniones, adorar los mismos personajes y aborrecer iguales enemigos.

El debate tiene que entrar en la casa y hacer parte de la mesa porque allí se edifica el pensamiento desde la dialéctica mucho antes que en colegios o universidades. Es necesario alentar la disputa de ideas con los más cercanos, con aquellos con los que hay confianza y perder el miedo a la incomodidad o al ridículo o a la vergüenza. Por extraño que parezca, son buenos antídotos para la ceguera que nos arrastra por esta democracia imperfecta. Para enfrentar los fanatismos que nos tienen en este círculo político de desgracia que no nos permite asomar cabeza.