Columnistas

La Revolución bastante normal de Venezuela

04 de febrero de 2019

Por EMILIANA DUARTE

Era una tarde soleada de viernes en una plazoleta central. Una brisa agradable sacudía las hojas de palma que brindaban sombra a las multitudes de personas que esperaban alrededor de un escenario pequeño al aire libre. El presidente se abrió paso por entre la multitud, se paró ante un atril y pronunció un breve y tranquilizador discurso ante cientos de espectadores sonrientes. Luego respondió a las preguntas de los reporteros y cantó el himno nacional con ellos, luego se fue.

En muchos países alrededor del mundo, esta escena sería perfectamente normal -un evento de campaña, tal vez, o la dedicación de un monumento. Pero esto es Venezuela y ese era Juan Guaidó, el jefe de la Asamblea Nacional, quien se posesionó como presidente interino el 23 de enero en un reto directo al Presidente Nicolás Maduro.

En Venezuela, no es normal que un alto funcionario del gobierno hable en público. Cuando lo hacen, normalmente es en forma de eventos coreografiados de campaña con intensa seguridad, donde empleados públicos son obligados a asistir vestidos de rojo. Las ruedas de prensa son eventos sombríos, en el Palacio de Miraflores ante reporteros seleccionados a quienes rara vez se les permite hacer preguntas, y en cambio tienen que sentarse a escuchar horas de retórica belicosa que todos los canales de televisión y emisoras venezolanos son obligados a transmitir. Cada vez que se anuncia un mitin de la oposición, la ciudad se despierta para encontrar bloqueos militares fuertemente fortificados, tanques blindados y escuadrones de policías con equipos antidisturbios que eventualmente dispersan a la multitud con gas lacrimógeno y balines de goma, o últimamente, disparos. La última vez que traté de preguntarle a un soldado por qué nos estaban disparando, me empujaron, me inmovilizaron y casi me llevaron. Nuestro normal significa vivir en un país en el que nos obligan a sentir que no somos parte de él, bajo un gobierno que nos hace saber que no somos bienvenidos. Nuestra normalidad significa depender de los medios sociales y YouTube -cuando el internet no está bloqueado- y chats de WhatsApp -si no hay un apagón- para enterarnos del número de muertos como resultado de la más recientes protestas: usted nunca sabe si un ser querido fue asesinado. Aquí, es normal estar atemorizado y silenciado, aunque sabemos que somos la mayoría. Más que cualquier cosa, es normal no soñar, porque estamos demasiado ocupados sobreviviendo. Hemos normalizado la indignidad y la angustia, y hemos normalizado la dictadura.

Maduro fue reelegido para un segundo término en mayo pasado en unas elecciones que fueron una farsa en las cuales los candidatos de la oposición tuvieron prohibido participar, y venezolanos hambrientos fueron extorsionados a cambio de votos. Ha sofocado la disidencia y ha exigido lealtad mediante la coerción y la intimidación. Mientras tanto, nuestra economía se ha derrumbado bajo la corrupción. La hiperinflación ha hecho que los precios se dupliquen casi todas las semanas. Una caja de huevos cuesta más que el salario mínimo mensual. Más de 3 millones de personas han huido de nuestro país. Los venezolanos han tenido suficiente. El 23 de enero, millones de nosotros por todo el país salimos a las calles para oponernos a Maduro y apoyar nuestra Constitución, nuestra Asamblea Nacional y nuestro nuevo presidente interino, Guaidó.

Ha habido un apoyo alentador por parte de la comunidad internacional. La información es escasa y poco confiable, pero tenemos la esperanza de que Maduro abandone el palacio presidencial y podamos tener una transición pacífica hacia la democracia.

Esa tarde de viernes, 25 de enero, estuvo lejos de ser normal, fue surreal. Mientras escuché al presidente hablar con los reporteros, me di cuenta de que nunca había pensado sobre cómo sería mi vida cuando la dictadura se derrumbara. Pensé en mi hermano y mi hermana, quienes se fueron de Venezuela hace muchos años, y por primera vez los imaginé volviendo a casa. Pensé en lo raro que será no sentir que hay que recurrir a vendedores del mercado negro para comprar comida y medicina. Pero la observación más extraña es que ya no soy la oposición. Durante más de una década, he estado luchando contra un gobierno, ahora estoy luchando por uno.

Ese viernes por la tarde, después de que Guaidó abandonara el escenario, mi mirada se cruzó con la de extraños perfectos que habían venido de Caracas para escuchar al presidente interino, y me di cuenta de que todos estábamos sonriendo incontrolablemente, compartiendo el intento de dar sentido a esta experiencia extraña pero tan vivificante