La verdadera lección del 11 de septiembre
Por Joe Quinn
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Me ha tomado un tiempo darme cuenta de algo.
Hace 17 años, vi una foto de Mohammed Atta por primera vez, y la sangre me hirvió con el sonido de su voz emanando de la televisión, mientras dijo por el intercom del avión: “Tenemos a algunos aviones, quédese callado y estará bien. Estamos regresando al aeropuerto”. En cambio, lo estrelló entre los pisos 93 y 99 de la torre norte del World Trade Center.
Mi hermano de 23 años, James, estaba en el piso 102.
Mirando una foto de Atta, me imaginaba los momentos finales de mi hermano.
Imaginaba a mi hermano asmático sucumbiendo lentamente a la inhalación de humo en el tapete corporativo gris de su oficina en Cantor Fitzgerald, atrapado, trepando hacia arriba y con miedo durante los 102 minutos previos al colapso de la torre. Mirando la foto de Atta, imaginaba el cuerpo de mi hermano doblándose, cayéndose, encogido, ardiendo, derritiéndose, y en ese momento de imaginación, todo mi ser quería vengarse de las personas que hicieron esto.
Entonces me uní al ejército. Me uní a la guerra. Desplegué dos veces a Iraq y una vez a Afganistán.
Aprendí muchas cosas, pero me di cuenta de una sola.
Aprendí que desplegar por segunda vez era más fácil que la primera, pero cada vez es más difícil volver a casa completamente.
Aprendí que amo a los soldados. Nada construye vínculos más que vivir con un grupo de personas en una zona de guerra, con disparos dirigidos a uno, sin bañarse por meses, quemando nuestros propios excrementos en fogatas, haciendo chistes inapropiados y sirviendo a algo más grande que nosotros mismos.
También aprendí cómo ese amor se convierte en dolor cuando uno de esos soldados es asesinado, y uno empaca su equipo en maletines para que sean enviados a su esposa e hijo que aún no ha nacido. Aprendí que otra familia que pierde a su hermano no hace que mi hermano regrese.
Pero esa no es la cosa de la que me di cuenta.
En Afganistán, después de que un oficial de policía afgano me exigió dinero a punta de pistola para atravesar un puesto de control, me enteré de la corrupción generalizada del gobierno de Kabul. Aprendí que gastar US$68 mil millones en las fuerzas afganas no compra los ingredientes esenciales de una fuerza de combate: lealtad, coraje e integridad. Aprendí que la mayoría de los generales siempre pedirían más dinero, más tropas, más tiempo y más guerra. Es como preguntarle a Tom Brady qué quiere hacer el domingo.
Aprendí que la definición de locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar un resultado diferente. A lo largo de los últimos 17 años en Afganistán, hemos intentado todo: una huella ligera, una huella pesada, guerra convencional, contrainsurgencia, anticorrupción, reducciones.
También aprendí que quienes hicieron el máximo sacrificio son lo mejor de EE.UU. Aprendí a tratar de vivir una vida que es merecedora de su sacrificio, pero tal vez esta sea una trivialidad falsa. También aprendí a ser padre. Mientras cargo a mi hijo Graham James en mis brazos esta noche, me siento egoísta porque hay miles de padres que nunca llegaron a casa para abrazar a sus hijos. Me siento egoísta porque hubo un padre que regresó de la guerra a casa hace 17 años para cargar a su hijo en sus brazos y ahora ese niño se va a luchar en la misma guerra.
Una lección dura, pero tampoco es la cosa de la que me di cuenta.
Aprendí que la lógica estratégica de Osama Bin Laden era enredar a EE. UU. en un conflicto interminable para finalmente llevar al país a la quiebra. “Todo lo que tenemos que hacer es enviar a dos muyahidín al punto más al este para que levante un trozo de tela en el que está escrito ‘Al Qaeda’”, dijo en 2004, “para hacer que los generales compitan allí para causar que EE. UU. sufra pérdidas humanas, económicas y políticas sin que logren algo notable...” ¿Por qué seguimos haciendo lo que Bin Laden quería desde el principio?
Pero eso, finalmente, no es la cosa de la cual me di cuenta.
Aprendí que cada parte de mí quería quedarse callada con mis sentimientos sobre la guerra porque le temía a lo que diría la gente. Es más fácil disfrutar del cálido abrazo de “Gracias por su servicio” sin cuestionar para qué era ese servicio. De una forma u otra, todos fuimos afectados por el 11 de septiembre, lo que nos ha llevado a ver la guerra a través de una lente distorsionada. La mayoría de nosotros no comentará, compartirá o al menos sostendrá un diálogo sobre la guerra.
Pero la razón principal por la que quería permanecer callado es porque me tomó vergonzosamente 17 años darme cuenta de algo, y me di cuenta de lo siguiente: hace 17 años, mirando esa foto de Atta, quería vengarme de las personas que mataron a mi hermano. Pero lo que finalmente me di cuenta fue que la gente que mató a mi hermano murió el mismo día que él lo hizo.
Me niego a recibir órdenes de Atta, o de Bin Laden. “No me quedaré callado”. Ponga fin a la guerra.