Larga vida a su majestad, Roger
Federer dominó durante largos años el circuito profesional con tal belleza y superioridad estética en cada movimiento que hizo que sus partidos parecieran una exhibición artística.
Mi perro se llama Roger, Roger Federer González. Así que no debería sorprender la motivación de esta columna: el anuncio del retiro del tenista suizo es, hasta ahora, el despido más doloroso que me ha tocado vivir por parte de un deportista.
En volumen de logros, Federer queda cerca de ser el mejor tenista de la historia, pero, aún así, ni siquiera queda claro que haya sido el tenista más exitoso de su generación: entre Nadal, Federer y Djokovic se dará por muchos años la discusión de quién es el que se debería llevar ese título. Sin embargo, hay una categoría en la que Federer quedará sin competencia alguna: la estética, sobre todo el rubro de ser absolutamente dominante en el deporte y, al mismo tiempo, inigualablemente hipnotizante por lo atractivo a la vista que fue el estilo de juego con el que construyó todo su éxito.
Como lo supo poner mejor que nadie David Foster Wallace, el tenis no es un “deporte de centímetros”. Tampoco uno de milímetros. Es, más bien, un deporte de micras: a su máximo nivel de competitividad, cuando la bola viaja a más de 100 km/h y hay menos de un segundo para reaccionar, las más diminutas variaciones en el punto de impacto entre la raqueta y la bola logran definir la dirección y trayectoria que toma un punto. No hay tiempo para pensar. En esa sensibilidad de micras, todo se vuelve reflejos, reacciones de memoria. Ante la incapacidad de procesar de forma consciente cada movimiento, los jugadores profesionales tienen que desarrollar un “sentir” qué hacer en cada momento del juego, una especie de “memoria cinética” que, además de talento innato, requiere años de dedicación y entrenamiento.
Por esto los mejores jugadores de tenis son una especie de monjes: dedicados desde muy jóvenes la mayor parte de sus días a hacer ejercicios repetitivitos hasta que la raqueta se vuelva una extensión de su cuerpo, otra extremidad que se desenvuelva naturalmente. A pesar de haber cientos de miles de personas con la aspiración de ser tenistas, solo alrededor de cien personas en el mundo pueden vivir cómodamente de ser profesionales en la ATP. Es uno de los deportes con más baja probabilidad de triunfo.
Por todo esto es que lo de Federer se vuelve más impresionante: no solo dominó durante largos años el circuito profesional a un nivel equiparable con el de Nadal, Djokovic, Borg, McEnroe, Connors, Sampras o Lendl en sus mejores momentos, sino que lo hizo con tal belleza y superioridad estética en cada movimiento que realizaba que, en sus años de total dominancia, hizo que sus partidos parecieran una exhibición artística: es como si para Federer la bola fuera más grande, como una bola de bolos, y como si se moviera más lento, como una bomba de caucho, y con su muñeca de flexibilidad y sensibilidad nunca antes vista no solo podía poner la bola donde quisiera, como quisiera y desde donde quisiera, con ángulos que incluso el más ávido espectador no podía haber anticipado, sino que lo hacía con tal gracia en cada fibra de sus movimientos que logró hacer ver como inhumano, semana tras semana, un juego que es, bajo cualquier perspectiva, algo de lo más mundano.
Y no lo hizo por poco tiempo: lo sostuvo por años. Federer todavía mantiene el récord de ser quién más semanas consecutivas estuvo como número uno del mundo. Y aunque no sea algo posible de medir, creo que tiene un récord más impresionante todavía: en su apogeo, del 2004 al 2009, fue el tenista que, en toda la historia, tuvo más distancia del resto de los mortales. Además de su dominancia estética, barrió por años, con amplísimo margen, todos los posibles rubros: fue el mejor “mejor del mundo”. Así que larga vida a su majestad, Roger Federer. Desde ya empieza a hacer falta