Columnistas

Las infiltradas

26 de enero de 2022

Un par de colegialas del Oriente antioqueño toman un bus a Medellín; acompañan a una de sus compañeras (menor de edad), violada por su profesor, para que le practiquen una interrupción voluntaria del embarazo (IVE) clandestina. La adolescente se arrepiente, nunca llega a la cita de la IVE. Días después, acaba con su vida. Esta historia ocurrió antes de la sentencia C-355 de 2006 que permitió la despenalización de la IVE en tres casos.

Una joven campesina con cinco hijos queda en embarazo de su esposo, ama a sus niños, pero no cuenta con la información para saber cómo detener sus gestaciones consecutivas ni con los recursos suficientes para mantener otra vida con dignidad. Tan pronto nota el nuevo atraso, lo comenta con una vecina, quien le aconseja que no acuda al curandero, que consulte en el pueblo y evite arriesgarse a dejar cinco huérfanos. Cruza caminos veredales hasta llegar a la IPS, donde le dan una y otra cita, mientras su vientre crece. Su caso no entra en las excepciones de la despenalización. Conocí su historia dos hijos después de ese parto: ¡el octavo!

“¡Que tome anticonceptivos o se inserte un Mirena!”, dirán tal vez quienes lean esta columna saboreando un café en La Milla de Oro en Medellín o en el parque de la 93 en Bogotá. Cordillera adentro, donde impera el privilegio del macho, y no llegan ni la señal del celular ni la del Estado, la maternidad puede convertirse en una condena.

La reciente votación de la Corte Constitucional sobre la despenalización de la IVE certifica que, detrás de cada una de esas adolescentes o campesinas embarazadas y aterrorizadas, hay tres mujeres apadrinando (sí, de padrino, hombre) sus miedos: la magistrada ficha política (obedece a su jefe), la magistrada conservadora (respetada jurista que en esta oportunidad fue incapaz de cuestionar sus propios prejuicios) y la magistrada burócrata (apoltronada en la comodidad de la “cosa juzgada” en que reposa el statu quo).

En los códigos penales de Canadá, Australia y Nueva Zelanda no existe el delito de aborto. Mientras el presidente de Francia, Emmanuel Macron, instaba a incorporar el derecho al aborto en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en el alto tribunal colombiano tres infiltradas del patriarcado les hacían zancadilla a las mujeres más vulnerables del país.

Según la Fiscalía General de la Nación, 97 % de las mujeres denunciadas por aborto provienen de zonas rurales. Un 30 % fue víctima de violencia intrafamiliar, violencia sexual o lesiones personales. El 75 % de las denuncias contra ellas proviene de las instituciones de salud que las deberían proteger.

¿Cuándo conoceremos las cifras de casos y sanciones a quienes dilatan arbitrariamente los procesos de IVE en el campo de la salud? Si se supone que las penas de cárcel intramural o domiciliaria “rehabilitan a la criminal”, ¿exactamente de qué van a rehabilitar a una mujer que aborta?

¡Nadie “planea embarazarse” para después abortar!

¡Nadie aborta por placer!

Los vicios culturales como el machismo requieren cómplices para perpetuarse. El patriarcado necesita infiltradas, esas que celebran chistes de borrachos retardatarios o que afirman: “Si a una mujer le cascan, algo habrá hecho”. Y las otras, las peores, aquellas que, pese a haber accedido a la mejor educación y pudiendo gestar cambios estructurales desde posiciones de poder, se niegan a hacerlo