Lecciones para la vida
Cuando era pequeña mi papá me leía historias de la II Guerra Mundial. Quizás resulta extraño, incluso extemporáneo o poco adecuado hoy en día que pareciera que los padres estamos más obsesionados que nunca con mantener a nuestros hijos dentro de una burbuja. Como si no existieran ni el dolor, ni el sufrimiento, y más bien estos fueran temas tabú. No recuerdo las historias de mi papá como un trauma. Más bien generaban en mí una extraña curiosidad que todavía hoy me cuesta describir. A través de esos cuentos y de libros de historia para niños aprendí acerca de las implicaciones de la II Guerra, y desde entonces he querido aprender más y más sobre ello, hasta el punto que todavía hoy en día es uno de los temas sobre los que más me gusta leer.
Fue así como me encanté con la historia. Puedo leer libros de historia que quizás para mucha gente resulten aburridísimos o documentos originales, tanto como puedo leer novelas históricas que se convierten en best sellers y que al final puedo admitir que son entretenidos pero no muy buenos. Me atrae todo lo que sea el pasado, tanto el que está relacionado directamente conmigo, como la historia de América Latina, como la historia de países muy remotos. Me gusta tanto la crónica de tiempos lejanos como la ficción basada en esa mezcla de investigación e imaginación.
Me da mucha curiosidad. Me desbordo al pensar cómo habrá sido el día a día de figuras históricas y de la gente común desde la antigua Roma hasta la colonia. Cómo habrá aproximado Simón Bolívar a cualquiera de las mujeres que fueron suyas. Cómo habrán sido sus movimientos. Su mirada. Sus palabras. Cómo habrá sido estar un día, al sol, pescando a la orilla de la playa y ver de pronto una nave extraña, un monstruo de madera repleto de invasores que se bajaron de su barco y declararon que tu mundo ya no era más tuyo sino de ellos. Esas caras. Esos seres. Para mí existen. Viven dentro de mí de cierta forma y cuando leo sobre cualquier contexto histórico me doy cuenta que la historia de la humanidad es tan amplia y tan vasta, que no alcanzaré a imaginarlo todo aunque viva muchos, muchos años.
Tuve la suerte de que mi papá me contaba la historia como si fuera un cuento. El mejor cuento del mundo. El más importante. No siempre lo asocié a lo que aprendía en el colegio. De hecho durante casi toda mi vida escolar me aburrió la historia. Quizás porque en América Latina, lastimosamente, tiende a ser repetitiva y tan divorciada de lo que debe ser la enseñanza de sus orígenes. Hasta que casi al terminar el bachillerato tuve un profesor que me dijo que un día esto sería tan importante que no sólo sería una herramienta para mí, sino que incluso sería una forma de enamorar a un hombre. Uno puede llegar a resistir la belleza, pero nadie se resiste ante una buena historia, menos cuando es la Historia.
La historia. La de nuestros pueblos, nuestros países. La de nuestro universo. Es una materia poco estudiada y entendida. De hecho frente a la tecnología las humanidades han perdido mucho terreno. Como todo en este mundo estudiar, aprender, tiene un costo, no sólo para uno, sino para cualquier ente que produce ese bien intangible que es el conocimiento. Lo que sabemos se da porque alguien estudia, investiga, escribe, pero para hacerlo tiene que poder vivir de ello y vivir de la academia y el conocimiento se hace cada vez más difícil. Cada vez es más común encontrarse gente, incluso gente con título universitario, buen vocabulario y pose de persona educada, que ignora mucho sobre historia.
El mundo es hoy un lugar extraño y convulso. Pareciera que muchas de las cosas que alcanzamos a finales del siglo XX las hemos perdido. ¿Cómo es posible que dejemos perder una lección que tanto le costó a la humanidad? Años después de haberme leído en cuentos la historia de la II Guerra Mundial mi papá me dice, parece que se perdió la lección del siglo XX, que la guerra no sirve para nada. Y entonces yo entiendo lo que hacía cuando me contaba esos cuentos. Historia era una de las lecciones que me daba para la vida .