Columnistas

Maestros para siempre

19 de mayo de 2017

En mi experiencia, tanto de estudiante como de maestro, observé muchos modos de vivir este rol. Vi a los incondicionales, que no escatimaban tiempo ni medida. Maestros irresponsables consigo mismos, que no encontraban el día ni la hora adecuada para asistir a su cita médica o atender cualquiera otra urgencia de su agenda personal; su prioridad era acompañar historias de vida.

Conocí maestros que olvidaban que había pasado la hora del almuerzo, incluso, que había sonado la campana para terminar las clases, porque su pasión era estar al pie del grupo de niños, jóvenes o adultos que habían puesto en sus manos. Cada evento escolar lo hacían con enorme afecto, profesionalismo y responsabilidad.

Maestros que llegaban al momento de su retiro de la docencia con el mismo brío que mostraron al egresar de sus estudios universitarios. A algunos yo llamaba Triple A. De uno de ellos, en la defensa de mi tesis doctoral, dije: “Si lo tuviera que calificar de uno a diez, le pondría doce”. Otros, excepcionales, que, en las situaciones más precarias, sin aula ni pupitres, lograban suscitar el aprendizaje. Me conmovió el caso de un campo de invasión de los “Sin tierra”, en Belo Horizonte, Brasil. Afortunadamente, ese tipo de maestros son los más; maestros que, más allá de sus dotes académicas, hablan de sí mismos.

Como en cualquiera de las demás profesiones, no faltan quienes están en el lugar equivocado. Son aquellos para quienes el reloj es un instrumento imprescindible, a cada momento, pendientes de cuándo llegan las manecillas a la hora que marca el fin de la jornada. Algunos parece que adelantaran esas manecillas, porque su señal horaria no coincide con el meridiano de Greenwich, sino con algún convenio personal y cicatero. Son recurrentes en sus solicitudes para hacer gestiones personales en tiempo laboral, y estrictos, repulsivos y negados a ceder un solo minuto fuera de su jornada. Sólo en el momento de la clase improvisan sobre el tema a seguir. Alivia que sean los menos.

Todos tenemos, por lo menos, el nombre de un maestro o maestra que marcó en algún aspecto nuestras vidas. O, más que un nombre, una figura, porque eso es lo que recordamos: un personaje con ademanes y modos que no se olvidan. No se borran de mi mente esos maestros extraordinarios que acompañaron mi infancia y adolescencia.

Tengo nítidos los recuerdos de cosas tan elementales y bellas, como aquella vez que, en paseo de fiambre en hoja de bijao, don Astor Arvallo me cargó en sus hombros para atravesar un hato de ganado. O aquella profesora a quien, todavía niño, le propuse que fuera mi novia, porque era para mí un ser humano maravilloso. O aquel maestro que retó a un adolescente tímido a que fuera el personaje central de un tríptico teatral, La danza de la muerte.

Esos hombres y mujeres que marcaron nuestras vidas no se borran, son héroes y paradigmas que no mueren, porque quedan pegados a nuestros modos, creencias y principios. Por eso, el oficio de maestro puede ser el más encomiable.

Cuando me encuentro con mis discípulos en la calle, el metro, un centro comercial, el teatro, una empresa, salta el recuerdo de algún detalle, a veces insignificante, que quedó marcado en sus modos, y recibo el abrazo que siento emocionado y sincero, entonces me digo: valió la pena tanta insistencia, tanta terquedad, porque sembramos modos, porque escribimos, más que en las pizarras, en los corazones de nuestros estudiantes.