Columnistas

MAGIA

18 de octubre de 2015

De pequeño uno era capaz de creer en cualquier cosa. Una estrella fugaz, una bruja, una luciérnaga, el cambio de la marea, un faro, una estrella de mar, lo mismo daba si venía de la naturaleza o era una creación del hombre, una leyenda, un invento, un momento literario de gran envergadura, como cuando esperabas casi sonámbulo a que vinieran los Reyes Magos o el Hada de los Dientes.

Los padres tenían un poder inexpugnable. No había obstáculo, eran la última la palabra, la capa de invisibilidad. En ellos encontraba una gran enciclopedia, un libro de cuentos, una caja de música y de Pandora, que lo mismo sacaba una explosión de rabia hecha momento de disciplina y consecuencia de un error, que un abrazo inesperado, una sorpresa, un regalo.

En la niñez no existían puertas, ni candados, ni uno se planteaba imposibles, mucho menos decepciones. El espacio exterior y el Everest eran tan posibles y cercanos como un helado, y a la vez el timbre del final del colegio estaba a años luz de distancia. Convertíamos palos en espadas, el perro de la vecina en un monstruo de varias cabezas, una sombra era un pirata, una tarde de lluvia era un diluvio universal. Cada momento duraba para siempre y para siempre estaba por delante sin cuestionamiento. La vida era ya, y a la vez la vida era todo lo que podía pasar.

Quizás la magia de la niñez radica en que todas las preguntas venían con su respuesta, no se planteaban puntos suspensivos, ni explicaciones largas. Todo era una gran historia, y el paso a ser adulto es un gran quiebre en ese cuento. Uno aprende ciertas verdades que en el fondo es inevitable que nos llenen de melancolía. El darte cuenta que no hay tal invencibilidad, que no todo el mundo es un héroe, que no toda mirada en sincera, que no toda palabra es precisa, que hay cosas agazapadas esperando a la vuelta de un camino, lo mismo puede ser la tristeza que la envidia.

No sé qué nos haga adultos, pero a medida que pasa el tiempo me embriaga la nostalgia al pensar tantas posibilidades que quedaron atrás. A veces me encuentro mirando las noticias o a los otros casi con una mirada cínica. Reconozco en algunas respuestas que hay algo roto cuando me embriaga el exceso de pesimismo o de realismo, cuando prefiero una respuesta lacónica y dura. Me miro al espejo y me niego a desempolvar un sueño porque hay cosas que caen en la categoría de eso no me pasa a mí, por la agenda o una parte de la mente que se agobia de responsabilidades, de obligaciones, porque me siento juzgada y observada por eso tan vasto que llaman la sociedad, que bien puede ser el psiquiatra como mi familia, y de pronto te das cuenta que tu vida está llena de voces, de patrones, de dictadores y escuchas cualquier cosa menos tu corazón.

Solía imaginar que tenía alas. Que de querer hacerlo podría volar. Con cerrar los ojos traía a mi abuela fallecida o una vista aérea de la ciudad, el olor del mar. Hoy eso lo logra una canción, un libro, o una larga mirada al espejo, la publicación de una columna o el tacto de un manuscrito en mis manos, o un contacto humano con poder de oráculo, eso que llaman amor. En lo profundo de una mirada, en la forma en que añoramos un beso que lo dice todo. En algo que no puedes explicar. En abrazos. En manos. El contacto. Un sentimiento que no expresa nada más que “aquí debo estar” sin que importen las razones, sin que cuente nada más que el deseo y las ganas. El querer como motor absoluto. Y que la noche, las estrellas y todo lo que florece te llenen de posibilidades. Es cuestión de resistir. De no dejar que nos venzan. De abrir los ojos y creer que aún existe la magia.