¿mamá, me lees un cuento?
Todas las noches hacen esa pregunta como si no supieran que incluso cuando uno está al borde de la derrota la respuesta es sí. A la hora de la lectura nos metemos en la cama, a veces arropados los dos. A veces muertos de frío, de cansancio, otras con ganas locas de saber qué pasa en una historia que ya hemos leído varias veces. Es un momento en que nada más existe. Solo mi voz, la de ellos, dibujos, palabras, historias. Clásicas, obvias, poéticas, repetidas. Las amemos o nos sean indiferentes no hay mejor momento que el de ver cómo se descalabra una bruja o ir hasta el lugar en que se encuentran el pejesapo y el cachalote.
Leer con mis hijos no es algo que descendió sobre mí. Es más bien una herencia. Mis padres hacían lo mismo conmigo. Aprendí a amar la lectura en su voz. Con el tiempo quería hablar como ellos, a la misma vez y del mismo tema. Soñar de la misma forma. Sentir con esa pasión pero a mi manera. A ser una de las tantas versiones de mí misma que me enseñaron ellos en los libros que me leían. La princesa, la guerrera, el hada, la bruja, el dragón, el mamífero, el pensador, el arquero, el caballo volador, la astronauta, la exploradora, la enamorada.
Vivimos en una cultura que ha glorificado la violencia. Desde los televisores, las pantallas de cine, las consolas de videojuegos. Los héroes de hoy en día no son los que hacen algo honorable, sino aquellos que pegan más fuerte, que matan más gente, que gritan más duro, que tienen más, que llegan primero. La violencia está allí para que nuestros hijos la consuman a diario, en lo que ven, en lo que escuchan y muchas veces hasta en lo que sienten. La educación ya no es transmitir información y conocimiento, porque ese está allí a una pantalla de distancia. Educación ahora es cómo procesamos esa información, qué creemos, cuándo, cómo formulamos nuestras ideas, cómo las expresamos.
Los libros son vehículo de vida, un instrumento de navegación y de exploración de nuestro ser y del mundo que nos rodea. Los libros nos ayudan a aprender lo que es la empatía, las formas de vivir en nuestra piel lo que sucede en la de otros. Cuando uno aprende algo nuevo se ensancha el mundo y te ensanchas tú con ello. Cuando leemos con nuestros hijos les damos otras vidas, nos comunicamos, les enseñamos a hablar un idioma que trasciende el que usamos a diario para expresarse simplemente. Les enseñamos lo que es la derrota, el cansancio, la pérdida, pero también lo que es el triunfo, la meta y ventaja.
Leer con los hijos no es una garantía de que serán buenos, ni que serán más inteligentes, pero sí es una herramienta para conocerse, para buscarse, para hablarse, para vencer obstáculos, para refugiarse en los momentos más duros y para transmitir aquello que tal vez su corazón no permita que mente articule. Es una forma de llegarles, de transitar su mundo y verlo todo a través de sus ojos, de entender sus preocupaciones, sus miedos, de adivinar mejor sus carencias. No sabemos quiénes son nuestros hijos porque los tengamos a diario. Los conocemos cuando vemos su reacción ante la tragedia ajena, cuando vemos que se alegran por el bien del otro, cuando descubrimos qué los hace llorar o cuál es el espejo en que prefieren mirarse.
La lectura es un puente que une costas tan distantes como la que separa nuestra vida de adultos con el mundo de los niños. Leer con los hijos no es solo un favor, un deber, ni una tarea, es más bien parte del regalo que nos hacemos a nosotros mismos de recorrer de nuevo los parajes de la infancia en los que eran posibles los dragones, los monstruos que habitaban el fondo de la cama, las hadas, los caballeros andantes, los dragones, las princesas. Leer junto a ellos despierta los sueños, estimula la creatividad, nos llena la vida de color y nos obliga a elevarnos por un rato hasta su altura.
Así que lean. Lean con sus hijos como sea. Bajo el sol, con poca luz bajo las sábanas, en un parque o a la orilla del mar. No habrá mejor experiencia que aprender a soñar juntos.