Columnistas

MANET

24 de abril de 2016

El arte ha sido el vehículo principal de creación, reflexión y transmisión de las ideas de la humanidad desde las las cuevas de Lascaux hasta la catedral de Barcelona. El resultado de la expresión del pensamiento en una obra sea cual sea su medio de representación tiene un poder que trasciende las palabras. El arte oxigena nuestro pensamiento, le da dinamismo y flexibilidad e impulsa nuestras acciones. Su poder a veces pasa desapercibido, pero su alcance es tal que puede llegar a desencadenar fuerzas que transforman la humanidad.

Édouard Manet fue uno de esos artistas cuya obra sirvió de motor para todo un movimiento que transformó el arte y contribuyó a crear la identidad de todo un país. Como precursor del movimiento impresionista, rompió con la visión académica del arte, rompió los paradigmas de la cultura al servicio del poder y como propaganda moralista. El impresionismo fue mucho más que pintar con el alma o copiar el paisaje, su gran logro fue cristalizar uno de los derechos esenciales para la democracia: la libertad de expresión. Ser el líder de ese movimiento le costó a Manet su reputación, su fortuna y quizás la vida.

Manet vivió una lucha constante contra su origen burgués. Contra la academia, la sociedad y sus propios demonios. Casi nunca tuvo tregua y fue ya casi al final de su vida cuando tuvo escaso reconocimiento y ello gracias a su amistad con Gambetta y Antonin Proust, quienes le consiguieron la Legión de Honor. Sus exposiciones cuando fueron concurridas lo fueron por gente que iba a burlarse del vulgar Manet. Del hombre que no tenía la mayor vergüenza en expresar en sus telas aquellos temas que la sociedad quería evadir a toda costa.

Manet no quiso nunca el papel de rebelde, mucho menos de libertino. Aún así no pudo evitar el escándalo. Cuidó con celo su tormentosa vida privada, su hijo con Suzane Leenhoff y su amor prohibido por quien acabaría casándose con su hermano, la pintora Berthe Morisott. Pero la temática de su obra, la sinceridad, la forma descarnada de presentar los temas que le preocupaban y que la sociedad no quería enfrentar marcaron su reputación y su imagen hasta el final.

Manet el rebelde. Manet el vulgar. Desde que presentó La Olympia y El desayuno en la hierba el público y la crítica lo destruyeron. La desnudez femenina debía ser idealizada, un objeto, casi un producto de la mitología. El erotismo frontal y descarnado de Manet. La sexualidad explícita de la mujer no a nivel físico sino emocional y vivencial fueron considerados una amenaza. Y como siempre la sociedad rechaza con vehemencia aquello que la asusta, Manet fue rechazado.

Manet no pintó nada más sobre la mujer y aún cuando lo hizo su discurso trascendió el sexo. Él pintó sobre la abyección de una sociedad corrupta, marcada por la confusión de los cambios. No era un revolucionario que quería cambiar el mundo desde la destrucción, sino desde la transformación.

Pintó la guerra, la muerte, el amor, la tristeza. Pero no sólo su temática fue revolucionaria. Lo fue su técnica, su manejo del medio. No se detuvo ante nada. No pidió permiso. Y a pesar de lo mucho que le dolió vivir al margen del éxito nunca pidió perdón.

El mundo no gusta de revolucionarios que dicen lo que sienten y lo que piensan sin filtros. No apoya al que viene a romper paradigmas para mostrar la realidad que confirma que los valores de la sociedad están desviados.

Manet hizo lo que pudo y lo que quiso. Desde el verde de El Balcón hasta el negro del Bar del Folie Bergere. Pintó sobre el espectáculo de la vida, su aspecto cruel, melancólico, desafortunado y poético sin miramientos ni términos medios. Manet le ofreció a un París que buscaba una identidad una fórmula para crearse, que no es otra sino una sencilla, aunque a veces dolorosa: mirarse al espejo.