Columnistas

MANOLO

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28 de agosto de 2017

Tengo la costumbre de visitar bibliotecas. Me gustan. En Medellín voy con frecuencia a los parques biblioteca. El de Guayabal es el que más frecuento. Me siento a leer, pensar y escribir con tranquilidad. Recuerdo al gran escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez evocando que, siendo niño, acostumbraba a ir a una biblioteca cercana a su casa para escapar de la realidad en que vivía. Huía del ruido, los olores y las incomodidades y se refugiaba a leer plácidamente. Esa es la magia de las bibliotecas.

Hace unas semanas me empecé a encontrar a Manolo en la entrada de la biblioteca en Guayabal. Cuando voy, siempre llego apenas abren y él generalmente ya está allí. A pesar de mi interés por su presencia, Manolo no me prestaba atención alguna. Una mirada despectiva, de reojo, en la que percibía un leve movimiento de ceja, significaba más un permiso de pasar por sus dominios que un verdadero saludo o un cortés “buenos días”. Ante tanta indiferencia decidí hacerme el desentendido. Las primeras veces que nos vimos no nos determinamos.

Ya viendo que éramos asiduos del lugar e identificando entonces un interés común decidí indagar por él a un vigilante sin que Manolo me oyera. “¿Y este de dónde salió?”, susurré; “Apareció un día y no se volvió a ir”, me respondió. Ah caramba, un ser determinado el Manolo. Le pregunté entonces al vigilante por su nombre y así lo supe: “Manolo o Manuel, no le importa”, me dijo. Claro, como todos los Manueles que uno cariñosamente les dice Manolo. Y era evidente que haciéndole honor a su nombre, conmigo se hacía el Manuel.

En las mañanas, Manolo está en un pronunciado estado de aletargamiento. Prefiere recibir calmo el sol con ojos entornados y la mirada perdida en los alrededores que dedicarse a alguna actividad. Sus máximos niveles de vigilia y acción empiezan una vez se oculta el sol. Ser nocturno el Manolo, que acompaña decididamente a los encargados en la noche del sitio. Me parece que fue una decisión cruzada por la identificación de su valía, de cuando podía serle más útil al Parque Biblioteca, su nuevo hogar.

Sin embargo, su pereza matutina a veces es vencida por algún imperativo, como ir al baño. Para eso, Manolo se desplaza con un caminar alegrón al lugar adecuado y vuelve con la misma simpatía de andar que le dan las proporciones que tiene: unas extremidades corticas y una cabeza demasiado grande, a juicio mío, porque es evidente que a Manolo esas subjetividades estéticas le tienen sin cuidado, como debe ser.

Una debilidad que tiene Manolo son las caricias. Lo descubrí cuando me lo encontraba feliz junto a tanto jubilado y estudiante que frecuenta el sitio recibiendo una buena dosis de cariño, lo que le produce una cara de satisfacción cercana al éxtasis que se ve interrumpida por una mirada de reclamo cuando estas se detienen. Yo entré a participar en esa rutina de mimos.

Manolo apareció y se quedó. Y cambió, el buen Manolo, las relaciones del lugar. Los que nos encontramos en el Parque Biblioteca conversamos, nos reímos y nos reconocemos, tal vez por primera vez, alrededor de él.