Más que vigilantes privados
Las compañías de seguridad privada son una extensión poco transparente del poder de control y vigilancia que antes se concentraba en la esfera del poder público. Nuestro imaginario de las fuerzas del orden como un poder uniformado y concentrado dejó de ser reflejo de la realidad hace décadas. De manera progresiva, el sector de seguridad se ha transformado como resultado de la creciente privatización experimentada en el mundo. Observamos (sin oposición) como agentes privados realizan mayores labores de seguridad y vigilancia, que antes eran exclusivas del Estado. Colombia no se ha quedado atrás.
El mundo de la seguridad privada mutó del guachimán del barrio, enruanado y empaquetado en una caseta con radio transistor, al despliegue apabullante de empresas que ofrecen un amplio portafolio de servicios discretos (nacionales o transnacionales) de un “se le tiene” en materia de seguridad preventiva u ofensiva. Este business reúne de todo. Hay compañías que se parecen más a un ejército de mercenarios que a un grupo de vigilantes, y muchas ofrecen a ese tipo que “se cree un James Bond”, que hace de todo sin ser detectado. En la actualidad, el desarrollo tecnológico y el acceso a poderosas herramientas de vigilancia y a armas de guerra hacen que este campo de película se haya tornado en una pesadilla efectiva. De vez en cuando explotan escándalos, y durante una semana nos preocupamos por el recorrido de esta turbia industria. Actualmente, el bullicio se concentra en dos empresas (A&G Seguridad y JHS Consultores) y en la intervención de algunos exoficiales de la Fuerza Pública en escuchas. Los portafolios de ambas empresas son típicamente lo que ofrece la industria: “adelantamos todo tipo de investigaciones” y se brinda “solución integral a su problema de seguridad”, todo desde “lo privado”. El escándalo pasará. Sin embargo, el problema real seguirá siendo la amplia y heterogénea gama de compañías y personas que prestan servicios bajo el precario control administrativo del Ministerio de Defensa. Según los registros de la Supervigilancia, este universo está conformado por: 1.524 empresas de seguridad y vigilancia privada con armas; 78 sin armas; 107 empresas transportadoras de valores; 22 empresas asesoras, consultoras e investigadoras; 119 cooperativas de vigilancia y seguridad privada; 14 departamentos de capacitación; y 465 departamentos de seguridad privada, entre otros. La gama de las empresas inscritas es representativa de la fauna y la flora: va desde empresas multinacionales como G4S o Honeywell hasta grupos criollos que apelan al inglés por razones de imagen, como Top Guard o Golden Cute. Se suman además 3.646 personas naturales que prestan servicios como asesores, consultores e investigadores. La amplitud de este universo debe, al menos, hacernos conscientes de la necesidad de incluir el desempeño de estos actores privados en la reflexión sobre la seguridad pública. La dicotomía público-privado en materia de seguridad es hoy una segmentación falaz. Además, el libre ejercicio de exfuncionarios de inteligencia, de investigación criminal y del sector de defensa – algunos con antecedentes disciplinarios y penales graves mientras se desempeñaron en lo público– en tareas continuadas de seguridad y vigilancia debería, al menos, generar suficiente inquietud para pensar en cómo mejorar los controles sobre su actividad actual.
Es hora de tomar conciencia del formidable y resbaladizo poder de seguridad y vigilancia que se ha cedido, y que hoy ejercen quienes “nos vigilan y nos cuidan” desde lo privado. Esto no es un escándalo, es un problema estructural.